Dentro, fuera. Lleno, vacío. Seguro, tóxico. Masculino, femenino. Blanco, negro. Nacional, extranjero. Cultura, naturaleza. Humano, animal. Público, privado. Orgánico, mecánico. Centro, periferia. Aquí, allí. Analógico, digital.
Vivo, muerto. El narrador se descentra. Pierde el norte. No da pie con bola. No sabe ni quién habla ni de quién es su voz.
Después de haber vivido ocho años nómada, con base en Nueva York, Barcelona o Atenas, pero viajando por medio mundo, he decidido, ahora con mi pasaporte masculino y mi certificado de buen disfórico, volver a París.
Estoy delante de la puerta de un apartamento con tres pares de llaves idénticas, pero no sé como abrirla. «Esta puerta tiene sus secretos», había dicho el anterior propietario, había que girar la llave, tirar del pomo suavemente y al mismo tiempo golpear el marco de manera firme y seca. Lo intento varias veces, me lastimo el dedo al girar la llave y golpear al mismo tiempo, y solo cuando ya estoy a punto de darme por vencido la puerta cede.
En virología se denomina «puerta» a la vía que permite a un virus acceder a las células del organismo huésped para llevar a cabo el proceso de inoculación. Se dice de la célula que actúa como puerta que es una «célula susceptible y permisiva». La relación entre el virus y su huésped es especifica y esta determinada por la unión entre proteínas virales y receptores de la membrana celular «permisiva». Solo después de esta entrada inicial en el organismo comienzan las fases de absorción y la multiplicación viral. Durante la absorción, los receptores de la membrana de la célula hospedadora «reconocen» de algún modo las proteínas de la cubierta externa del virus. En algunas enfermedades virales, como en la rabia, la puerta es la piel, en otras, como en la gripe o el sarampión, la puerta es el tracto respiratorio; en el caso del papiloma o del VIH, la puerta es el tracto genitourinario o el ano; en los enterovirus, como el EV 70, la puerta es la vía conjuntiva. Un cuerpo, desde el punto de vista viral, no es más que un conjunto de puertas, más o menos cerradas. Más o menos abiertas.
El apartamento está totalmente vacío. Nunca me gustan tanto los espacios como cuando están desnudos. Solo antes de que lleguen las convenciones y los muebles es posible tener un cuerpo a cuerpo con la arquitectura. Los muebles son dispositivos de captura que codifican el cuerpo en el espacio y determinan su movimiento, proponiendo un plan de acción en el tiempo: la cama, la mesa, el sofá, la silla del despacho... introducen disciplinas y usos específicos del cuerpo. Amueblar un apartamento es predecir una vida.
Recorro el apartamento vacío tocando sus paredes, como se saluda a un caballo o a un perro acariciando su piel.
Y decido pasar allí la primera noche, antes de que entren los pintores y llegue el camión de la mudanza. Todavía no sé que luego pasaré meses sin salir de ese espacio. El tiempo se contractará y se detendrá en aquel lugar. Enciendo la única bombilla que cuelga del techo del salón y observo la casi imperceptible vibración de las aureolas de la luz sobre el techo: estoy a punto de dejarme atrapar por el imperativo de sedentarización. Un apartamento es al mismo tiempo un privilegio y una forma de control social, una tecnología de gobierno que establece un vinculo entre un cuerpo humano y un espacio; algo tan socialmente construido como la diferencia sexual o la asignación racial. Una institución, una pulsión de muerte, un fardo. Una segunda piel, o un exoesqueleto. Una prótesis. Una cárcel y un refugio. El nicho en el que se incuba la norma social. El jardín artificial en el que se cultiva el alma. Salgo a cenar una sopa con soba en el restaurante japonés de la esquina con el deseo de escapar y, al mismo tiempo, con miedo a olvidar el truco que permite abrir la puerta.
Mudanza y encierro.
Expansión y confinamiento.
Esa alternancia dictará la ley de todo lo que vendría después.
Transición y regresión.
Cambio de paradigma y retroversión.
Revolución y contrarrevolución.
La puerta había sido abierta para cerrarse después brutal mente.
Antes de que lleguen las cajas de la mudanza, paso largas horas solo en el apartamento vacío. Lo investigo, lo sondeo. Mido el suelo haciendo rodar mi cuerpo de un extremo a otro del salón y de la habitación. Reviso una a una las paredes recién pintadas, no para comprobar la calidad de la pintura, sino para cerciorarme de que no hay nada «dentro» de ellas. Busco una ranura que resulte invisible a simple vista, pero que pueda ser detectada con el tacto.
Una puerta oculta, un doble fondo. Porque sé que dentro de poco ese lugar ahora anónimo se convertirá en mi geografía mental.
A través de la ventana del apartamento veo caer la nieve con la misma fascinación que la observaba en Burgos cuando yo era todavía une niñe con nombre de niña y vestido de niña o como años después vi nevar en Nueva York y todo el mundo seguía aún llamándome por un bello y dantesco nombre que nunca me pareció ni masculino ni femenino. Aunque no hay absolutamente nada físico en el apartamento, ya funciona la conexión a internet, lo que quiere decir que el apartamento, aparentemente vacío, esta en realidad lleno. Su vacío es la posibilidad de un espacio digitalmente saturado. Me siento en el suelo del salón, enchufo la tableta a la electricidad, la conecto a internet y
veo el documental sobre James Baldwin de Raoul Peck. ¿Por qué ha omitido Peck en la película el hecho de que Baldwin no era solo un activista antirracista, sino que también era gay, y que la relación de ambas formas de disidencia era constitutiva de su escritura y de su práctica artística? ¿Por qué habría que separar las luchas como si ser marica manchara el carné de activista antirracista o como si ser negro manchara el titulo de buen homosexual?
Los dos vacíos de la izquierda tradicional, dice el Subcomandante Marcos, son «los grupos indígenas y las minorías sexuales y de género. Estos sectores no solo son obviados por los discursos de la izquierda latinoamericana de estas décadas y que todavía hacen carrera en el presente, sino que también se han propuesto el marco de lo que entonces era el marxismo-leninismo: prescindir de ellos y verlos como parte del proceso que debe ser eliminado».63 Esas dos formas de opresión están conectadas porque dependen de una misma epistemología petrosexorracial. No hay racismo que no implique un proceso de sexualización, ni sexualización que no decline en racismo.
La biblioteca en ruinas
La mudanza esta siendo peor que un tsunami, peor que un divorcio, peor que una enfermedad, peor que una muerte. O, más bien, la mudanza se iba a ir transformando poco a poco en todo eso, rostros sucesivos de un mismo evento: un tsunami, un divorcio, una enfermedad, una muerte. Poco a poco van llegando al nuevo apartamento, como en sucesivas oleadas, las cajas de Nueva York, de Kassel, de Atenas, y las que vienen desde Barcelona, desde la casa de Alison... Abrir los paquetes que han estado cerrados durante meses o incluso años es como ser golpeado por un meteorito que viene de mi propio pasado. Tengo miedo de ser enterrado por el archivo.
La lista del contenido de esas cajas que yo mismo realicé para las diferentes empresas de transporte permite hacer un rápido balance de mi vida. Atenas: cuarenta y ocho cajas de libres, cinco cajas de ropa, cuatro cajas de elementos de cocina, una caja de elementos de baño, una mesa, dos sillas y seis taburetes; Nueva York: cincuenta y seis cajas de libros, cinco cajas de ropa, una silla de despacho; Barcelona: veintitrés cajas de libros y tres cajas de ropa; Kassel: veintiocho cajas de libros y un rulo de afiches.
Las cajas de la mudanza son como capsulas de tiempo enviadas desde otras ciudades y otras vidas en las que yo tenia otro nombre, otro pasaporte, otro rostro, otro cuerpo. Desde Nueva York y Princeton llegan las cajas de 1993 2004, mis libros de estudiante de filosofía, de arquitectura, de historia de la tecnología, de estudios de género, docenas de carpetas de documentes y fotocopias que sirvieron para escribir mi tesis doctoral, pero también mi ropa de esa época. Nunca me vestí como una mujer cis heterosexual. Pero los códigos de la estética butch en el Nueva York de finales de siglo no eran, pese a lo que se pueda pensar, equivalentes a los de la ropa masculina. En esas cajas están los pantalones dickies, la ropa setentera de segunda mano que comprábamos en un almacén al peso en el norte de Harlem, las camisas acrílicas con cuellos largos estilo Casino, las camisetas estrechas en colores fluorescentes, los zuecos gallegos con suela de madera y las botas militares. Hay también decenas de videos: Born in Fiâmes, The Zéro Patient, Flaming Ears, Dandy Dust, Paris is Burning, Supermasochist, sobre Bob Flanagan, Ladies of the Night, Gendernauts, The Cachettes... Las fotos de Del LaGrace Volcano, los posters de Zoe Leonard, las invitaciones de performances de Laurie Anderson, de David Wojnarowicz, de Ron Athey y de Annie Sprinkle.
Durante esos años, me construí un cuerpo lesbiano mirando esas imágenes. De Barcelona llegan las cajas de la transición, una mezcla de pantalones estrechos y de camisetas amplias, de bikinis y de trajes de caballero. Las cajas de Atenas y de Kassel de 2014-2018 son ya las cajas de Paul. Las miro con el alivio de quien ve un rostro conocido en una fiesta de viejos amigos del colegio en el que todos han cambiado.
Pero en esas cajas hay sobre todo libros. El nuevo apartamento de París es pequeño y sé que solo algunos de ellos podrán encontrar un lugar en la nueva biblioteca, en mi mesilla de noche o incluso en mi cama. No necesito abrir las cajas para saber que están expectantes, ronroneando como gatos que esperan ser acariciados. Pero los libros no son animales, son más bien como virus, entidades intermedias entre el objeto y el ser vivo, que solo se animan en contacto con un cuerpo lector.
Esas cajas que contienen mi biblioteca constituyen mi biografía. Hay muchas maneras de narrar una vida. Es posible decir, como suele hacerse, la fecha de nacimiento, la nacionalidad, cl estado civil, la profesión..., pero, en muchos casos, sería más pertinente hacer una lista de libros: la Carta al padre de Kafka, Proud Man de Katharine Burdekin, El beso de la mujer araña de Manuel Puig, Campo Santa de W. G. Sebald... Una biblioteca es una biografía escrita con las palabras de otros, hecha de la acumulación y el orden de los diferentes libros que alguien ha leído durante su vida, un puzle textual que permite reconstruir la vida del lectore. Además, y aunque esto pueda resultar paradójico o pueda enfadar a aquellos que se dedican profesionalmente a la escritura, al mismo tiempo que alegrar a los libreros, para constituir una biblioteca como biografía, a los libros leídos habría que añadir los libros que poseemos sin haberlos leído, aquellos que reposan en las estanterías o esperan sobre las mesas sin haber sido nunca abiertos y recorridos con la mirada, ni total, ni parcialmente. En una biografía, los libros no leídos son un indicador de anhelos frustrados, deseos pasajeros, amistades rotas, vocaciones no realizadas, depresiones secretas que se disimulan bajo la apariencia de la sobrecarga de trabajo o la falta de tiempo. son, a veces, mascaras que le false lectore lleva para emitir señales literarias buscando suscitar la simpatía o la complicidad de otres lectores.
Otras veces, como en una página de Instagram, de un libro solo cuenta la portada, el nombre del autor, o incluso el titulo. Otras, los libros todavía no leídos son una reserva de futuro, trozos de tiempo contenido, indican una dirección que la vida podría tomar en cualquier momento. Hecha de ese cúmulo de palabras leídas, recordadas, olvidadas y no leídas, una biblioteca es una prótesis textual del lectore, un cuerpo de ficción externalizado y público.
Cada relación amorosa deja tras de si una bibliografía, como una suerte de traza o de herencia en la que se cuentan los libros que cada amante aportó al otro. Del mismo modo, podríamos decir que cada relación tiene su biblia, su libro sagrado, el libro a través del que el amor o el desamor se cuenta.
La intensidad y el grado de realización de un amor podría medirse por el impacto que la relación amorosa tuvo o tiene en nuestra biblioteca personal. Los polvos de una noche o las historias breves pueden tener una bibliografía más larga que una relación que duré años. Aisha, por ejemplo, me dijo que me deseaba regalándome El primer siglo después de Béatrice de Amin Maalouf, precisamente cuando yo me disponía a cambiar de nombre, como si aquel siglo tuera a comenzar justo en ese momento. Nuestra historia de amor fue corta, pero la bibliografía densa: me dejó todos los libros de Mahmoud Darwish, algunos en inglés y otros en francés, que en si mismos constituyen la imposible, como nuestro amor, biblioteca de Palestina.
La existencia de dos tomos de la Fenomenología del espíritu en alemán que están guardados en las cajas que vienen de Nueva York, por ejemplo, se explica únicamente por mi relación con Deirdre. Solo nos veíamos para sesiones de sexo pactadas en contrato, después de las que ella me leía párrafos de Hegel en alemán que luego desentrañaba para mí en inglés. Sin ella, ya no podré leer ese libro.
Una de las relaciones que más problemas ha generado en mi vida, la que durante un tiempo establecí con Jeanne, añadió a mi biblioteca la obra, ahora para mí inestimable, de Pierre Guyotat. Me pregunto si las partes más violentas y terribles de Edén, Edén, Eden, que Jeanne veneraba, no eran ya el protocolo pasional de la forma que tomarla en el futuro la obsesión de Jeanne, su ansia de posesión y su cólera contra mí. El resto de los libros de Guyotat siguen en mi estantería y me acompañan a menudo en mis viajes, sin embargo, la versión de Edén, Edén, Edén que Jeanne me regaló estuvo durante años en el congelador de París, por prescripción de una bruja que me había tratado contra sus agresiones. Cuando me mudé de apartamento lo dejé allí. Quién sabe si el siguiente inquilino creyó que yo comía libros conservados a bajas temperaturas. Nunca sabré si lo descongelo algún día para leerlo o simplemente para limpiar su congelador o si ese horrible edén sigue aun helado.
Algunas relaciones dejan detrás de ellas un solo libro congelado, que no podremos volver a leer nunca. Otras fundan una nueva biblioteca. Con Gloria, la amante con la que viví más tiempo, llegamos a formar, uniendo nuestros libros y añadiendo cada día otros nuevos, una biblioteca de más de cinco mil ejemplares. Aunque hacia casi ocho años que nos separamos como pareja romántica (según las convenciones burguesas y patriarcales que todavía rigen lo que se entiende socialmente por pareja), nunca hablamos podido separar nuestros libros. Gloria y yo veníamos de dos mundos distintos, o por decirlo de manera más precisa, teníamos, antes de amarnos, dos bibliotecas radicalmente heterogéneas. La suya estaba hecha de un millar de libros de cultura musical y punk-rock, muchos de ellos en inglés, mezclados con libros de literatura americana y con una colección selecta de novela negra en francés. La mía había sido constituida en el paso por las instituciones universitarias de tres países distintos, desde los jesuitas, a la New School for Social Research, pasando por Princeton, a la École d’Hautes Études en Sciences Sociales, una biblioteca estudiosa y mas bien aburrida que reunía los clásicos griegos y latinos, la historia de la arquitectura y la tecnología y la filosofía francesa, y en la que solo unos mil títulos de feminismo, teoría queer y anticolonial podían sobresaltar la paz académica general que se desprendía del cánon del pensamiento occidental.
Nuestro amor supuso primero el intercambio de algunos libros entre nuestras bibliotecas respectivas. Quizás todo comenzó por la migración de Le Corps lesbien de Monique Wittig desde mi biblioteca para encontrar un lugar ideal en la suya entre Albertine Sarrazin y Goliarda Sapienza. O quizás fue el contrabando de sus Elroy y de sus Calaferte que afilaron las aristas para abrirse un espacio entre Hobbes y Leibniz. Vino después el encuentro glorioso de su Lydia Lunch con mi Valérie Solanas. La fuga de su Baldwin hasta mi estantería de Angela Davis y bell hooks. Era como si las fronteras políticas que cada biblioteca establece para constituirse cayeran ante el encanto de los libros del otro.
Después, cuando nos mudamos a vivir juntos, vino la fusión de las bibliotecas. La reorganización de
todas las series, la ruptura del cánon, la sacudida del repertorio, la perversión del alfabeto. Derrida sonaba mejor en compañía de Philippe Garnier y de Laurent Chalumeau. Mas tarde se produjo la metamorfosis: la biblioteca empezó a crecer reclamando nuevos títulos que surgían de la inseminación mutua, así aparecieron estanterías esteras de Pasolini y Joan Didion, de June Jordan, Claudia Rankiney Susan Sontag. Luego Gloria aprendió a hablar español y crecieron las repisas comunes llenas de Roberto Bolaño, Osvaldo Lamborghini, Pedro Lemebel, Diamela Eltit y Juan Villoro, como nuevos órganos. La biblioteca se estaba convirtiendo en un monstruo frente al que podíamos pasar horas jugando como niñes, añadiendo un Achille Mbembe aquí y un Emma Goldman allá, mirando la anatomía en mutación de aquel cuerpo de ficción. La biblioteca común había tomado vida y crecía con nosotros.
La reproducción que casi podríamos llamar sexual de nuestras bibliotecas hizo que fuera imposible separar sus libros cuando decidimos separarnos y yo me mudé a Atenas. De lo que deduzco que nuestra biblioteca común era mucho más sólida que nuestra pareja. Nuestro amor era un amor de libro. No porque correspondiera a ninguna narración libresca, ni porque su cualidad fuera más ficticia que real, sino porque unió de forma más durable y definitiva nuestros libros que nuestros cuerpos. Todavía hoy nuestra biblioteca común vive y muta. Pero sé que en unos días tendré que ir a deshacerla.
En otros casos, los problemas de la relación amorosa son desde el principio problemas de biblioteca.
Las cajas que llegan desde Barcelona están llenas de recuerdos de Alison, una mujer danesa afincada desde hace años en Cataluña de la que estuve indudablemente enamorado y cuya resistencia a mi amor se manifesté inmediatamente por su reticencia a dejarme usar libremente su biblioteca. Alison tenía una biblioteca bipolar. Por una parte, poseía una biblioteca tan clásica como seria, exquisitamente selecta. Constituida durante sus años de estudiante y por los legados de sus padres, ambos escritores hispanistas, esta biblioteca no contenta ningún libro que hubiera sido publicado después de 1985. El segundo hemisferio de la biblioteca bipolar estaba constituido por un
conjunto de lo más heterolítico y desigual de títulos de poesía, teatro, arquitectura, novela corta y ensayo, en inglés, castellano y catalán, publicados todos ellos después 1985 y que le habían sido regalados por los mismos autores, a menudo en intercambio por presentaciones en librerías a las que Alison se prestaba habitualmente, charlas amistosas rociadas con vino del Priorat y acampanadas con rodajas de fuet.
Nada me procuraba más placer, al llegar a su casa después de un largo viaje, desde Atenas o desde Nueva York, que tumbarme en su cama a esperarla leyendo al azar uno de aquellos libros publicados antes de 1985. Así leí los poemas de Stevenson, las Greguerias de Ramón Gómez de la Serna o la primera traducción en castellano de Moby Dick. En el contexto culturalmente tedioso y políticamente hostil de Barcelona, aquellos libros eran como una pandilla de amigos fieles siempre dispuestos a dar una vuelta conmigo. Iban conmigo hasta la playa, se perdían en mis mochilas y, muchas veces, acababan, llenos de granos de arena, en las repisas del baño o de la cocina. Alison detestaba que yo desordenara y diseminara su biblioteca. Y la producción sistemática de ese desorden era la actividad fundamental a la que yo me dedicaba, aparté de a hacer el amor con ella, en mis visitas a la ciudad. Echo de menos aquellas tardes de domingo entre dos viajes, en las que Alison reordenaba mi cuerpo y yo desordenaba su biblioteca. Supongo que eso resume lo que yo entiendo por tiempo libre: sexo y lectura. Amor y escritura. Ni deporte, ni senderismo, ni culturismo, ni ciclismo, ni turismo, ni ningún otro ismo.
Nuestras discrepancias bibliotecarias se manifestaron de forma abierta cuando ella me regaló una Navidad un libro de Michel Onfray. Esto desencadenó lo que en lengua técnica podríamos llamar un conflicto bibliográfico.
Quizás porque ella no leía los libros que yo escribía, no había entendido que Michel Onfray estaba tan lejos de mi biblioteca como Karl Ovc Knausgârd de la de Chimamanda Ngozi Adichie o Philip Roth de la de Maggie Nelson.
No dije nada. No hablamos de ello. Hubo intentos de reparar lo hecho. Un día, Alison me regaló una bellísima versión ilustrada del Pharmako Gnosis de Dale Pendell, lo que hizo posible una reconciliación que duró meses. Pero en general yo adoraba su biblioteca, mientras que ella no tenía ningún interés por la mía. Y llegó el día en el que debí hacerme la pregunta: ¿puede alguien amar a un escritor, me refiero aquí a la persona, al cuerpo del escritor, al lector, sin leerle? ^Puede alguien amar a alguien sin conocer y abrazar su biblioteca?
Pensaba en todo esto mientras sacaba de una de las cajas que habían llegado de Barcelona el último libro que ella me había regalado un 23 de abril de 2017, Esta bruma insensata de Enrique VilaMatas. El 23 de abril es quizás el día más bello del año en Barcelona. La ciudad celebra la fiesta nacional del libro y todas las librerías, tanto las más grandes como las más pequeñas, sacan sus mesas a la calle con los bestsellers que salvan sus negocios, pero también con los libros invendibles y las colecciones totalmente desconocidas de editoriales con escaso éxito comercial. En la primera página de Esta bruma insensata estaba la dedicatoria que Alison había escrito para mi: «En este día de los libros en el que esta también el tuyo y donde Barcelona y yo te acompañamos felices. Te quiero, Alison.» Me llamaba la atención de aquella dedicatoria no solo el «te quiero», que ahora me resultaba lacerante, sino la unión con una simple cópula, con la vigésima sexta letra del alfabeto castellano y vigésima primera de sus consonantes, una «y», de las palabras «Barcelona» y «yo», como si Alison se pensara a si misma como una ciudad, o como si hablara de Barcelona como de una persona y como si entre ellas hubiera una alianza secreta. ^Significaba eso que cuando ella dejara de acompañarme o de amarme la ciudad también lo haría? Ahora sé que algo de enunciado premonitorio había en aquella dedicatoria. Empecé a leer ese libro cuando estábamos juntos. Para cuando acabé, ya estábamos separados.
Esta bruma insensata bien podría ser el libro negro de nuestro amor. En la novela, Simon Schneider, el narrador, el hermano de un gran escritor para el que este trabaja coleccionando citas de otros autores, se refiere a la bruma para nombrar la densa nube de confusión política que los movimientos catalanista y españolista habían creado durante los últimos años y que parecía extenderse sobre Barcelona. Había ciertas cosas que para Simon tenían lo que denominaba con el historiador del arte Souriau una «existencia menor», una existencia semejante a la de una bruma, un halo o una brisa. En nuestro caso, la bruma podría nombrar la confusión que algunos libros equivocados habían creado sobre nuestra relación, hasta hacer que la biblioteca de nuestro amor estuviera, por así decirlo, embromada.
Un día, casi al final de nuestra relación, durante una conversación yo le pregunté por una caja de levadura El Tigre que alguien le había regalado y que decía «Gasificante para bollería. ¡De toda la vida!».
-¿Por qué quieres saberlo? -pregunté ella.
-Porque quien te la ha regalado ha querido hacerte un guiño sobre el hecho de que tienes pluma de lesbiana a pesar de que tú siempre has pensado que eras heterosexual. Es gasificante para tu bollería -dije yo.
-Sabes, Paul -dijo ella, molesta-, el mundo no es un Manifiesto contrasexual -refiriéndose a mi primer libro, del que nunca me había hablado antes.
Lo que yo imaginaba un chiste se convirtió en un ajuste de cuentas bibliotecario. Diciendo eso es como si hubiera cogido el libro mismo y me lo hubiera tirado a la cara, como si con esas palabras hubiera destruido mi frágil biblioteca. Supe entonces, como podría haber sabido la primera vez que ella me regañó por haberle desordenado los libros, que nunca podríamos tener una biblioteca común. Pocos días después hice una docena de cajas metiendo los libros que en mis viajes había acumulado en su casa y me fui sin que ella me pidiera dos veces que me quedara.
Encuentro uno de sus dibujos en el libro. Alison solía dibujar nuestros encuentros y también nuestras disputas en formato cómic. A mi me dibujaba -porque ya entonces yo iba dejando cajas de libros de acá para allá- como una caja sonriente con largas piernas y brazos y a ella misma se dibujaba -más utópicamente que a mí- como un corazón carnoso y juguetón. Ahora, mientras abro las cajas de Barcelona, siento la añoranza que provocan las relaciones malogradas, como si al mirar un naufragio solo los buenos momentos flotaran en la superficie del mar.
Los tiempos de depresión o de profundo desamor son aquellos en los que la biblioteca se vuelve simplemente un mueble y los libros simplemente objetos. Los percibimos entonces como formas y volúmenes que decoran un muro, que nos separan del mundo exterior, que nos estorban o nos molestan. Los medimos en centímetros cúbicos, los pesamos en kilogramos. Dejamos de percibirlos como puertas de papel que llevan a mundos paralelos. Así es como sabremos que el amor ha vuelto, cuando la biblioteca cobre vida. Por eso yo había decidido volver a juntar mis libros.
La mudanza es también una sentencia definitiva de divorcio. Para poder reconstruir mi biblioteca en el apartamento de París alquilo una camioneta y voy a casa de Gloria, a menos de un par de kilómetros» de mi casa, para recoger varias centenas de libros, y al entrar en ese apartamento en el que viví con ella durante años me ataca el vértigo de la reversibilidad. Durante unas breves horas tengo la impresión de que estoy en mi propia casa y de que es Gloria quien ha venido de visita a recoger sus cosas. Me hago un café, saco una edición en inglés de Un hombre en el zoo de David Garnett, me pongo a leer en la tumbona de la terraza con la perra sobre las rodillas y olvido la mudanza, hasta que Gloria, molesta sin duda por mi excéntrico acto de apropiación, me advierte que no puedo dejar todas las cajas en medio del pasillo.
La necesidad de la mudanza me convierte en un verdugo de bibliotecas, en un Salomón de libros. No es fácil cortar en vivo. Siento que la separación de nuestros libros es la última etapa de nuestra propia separación. Busco mis libros con la mirada, los identifico y los arranco de las estanterías. Mientras preparo los paquetes tengo breves destellos que podrían parecer alucinaciones, pero que son simplemente imágenes de mi propia vida pasada para las que ya no hay contexto, como calcetines desparejados que surgen de un tiempo en el que mi cuerpo era todavía identificado socialmente como de mujer, un tiempo en el que nos amábamos locamente. Lleno una veintena de cajas. Y después me digo: ya esta, ya basta, es suficiente, no puedo separar más libros, como un soldado que hubiera sido enviado a exterminar a todo un pueblo y decidiera dejar con vida una parte de los habitantes después de haber disparado a los otros cerrando los ojos y apretando los dientes.
La mudanza es también un acta forense, la certificación de una muerte, en la que el difunto no se va, sino que es comido por los vivos e integrado en ellos. Al ver llegar las cajas una tras otra me siento como si alguien me hubiera llamado para identificar y recoger las pertenencias de un muerto que soy yo mismo. No se trata, como la gente cis suele pensar, de que mi supuesto yo femenino haya muerto y ahora sea mi yo masculino quien recoja sus cajas.
Nunca había habido un yo femenino, del mismo modo que no había ahora una identidad simplemente masculina. Lo que había muerto era una ficción política, para dar lugar a otra. Había habido una existencia lesbiana que había sido remplazada por una vida trans. Creo en la resurrección de los muertos, pero solo si esa resurrección tiene lugar aquí y ahora. Creo en la reencarnación, pero solo si esa reencarnación se produce en el cuerpo aun vivo. Ahora me toca comerme mi propio archivo: tragar una parte de mi historia para fabricar el presente con ella. Autoantropofagia. Y con el deleite de quien come y la dificultad de quien digiere, me dispongo a abrir una a una las cajas de esa persona a la que he conocido bien, a la que he amado, por la que he sentido a veces vergüenza y a veces orgullo, una persona que me caía bien y que ahora ha dejado de existir, dejándome todo lo que tenia y encarnándose o resucitando de nuevo en mi propio cuerpo trans.
En el nuevo apartamento, tumbado en un colchón en el suelo y rodeado por decenas de cajas, me cuesta dormir.
Cuando cierro los ojos me arden los párpados. Incluso en París, en ese viejo búnker del capitalismo financiero europeo, es imposible no escuchar el eco del naufragio del mundo construido colectivamente por la especie humana durante los últimos quinientos años: la represión de las clases trabajadoras en Chile, el fascismo neoliberal que aprovecha para dar el golpe una vez más en Bolivia, los feminicidios de México a Alsacia, los dreatners convertidos en criminales por el gobierno norteamericano y perseguidos como animales salvajes, los menas deportados por el gobierno español al norte de África o esperando en el estrecho, un camión frigorífico lleno de migrantes que murieron tratando de cruzar la frontera inglesa, las bambalinas del cine como escenarios, apenas escondidos, de violación; las mujeres trans expulsadas de las asambleas feministas por activistas que consideraban que una mujer que nace vale más que una que se hace y, mientras tanto, asesinadas en las calles impunemente. Ayer un estudiante de Lyon de veintidós años se prendió fuego para denunciar la precariedad en la que las políticas liberales situaban a los hijos de familias sin recursos. El chico había ardido sin que todos los padres de Francia, sin que todos los estudiantes de Francia, sin que todos los habitantes de Francia salieran a manifestarse para defender su causa, como una mecha que se consume durante el noticiario de las ocho de la tarde y de la que ya nadie vuelve nunca a hablar.
No logro dormir más de cuatro horas seguidas, despertado constantemente por mensajes que llegan de todas partes.
Desde hace meses, un grupo de mujeres indígenas de territorios en conflicto ocupaban pacíficamente el Ministerio del Interior de la República Argentina en Buenos Aires. «La lucha», decía la weychafe (guerrera) mapuche Moira Millán, «no debe ser contra cl cambio climático, debe ser contra el terricidio... En la definición de cambio climático existe un reduccionismo intencional del sistema para ocultar el origen y las consecuencias del modelo civilizatorio.
No se trata solamente de la relación entre producción y consumo, sino en la mirada antropocéntrica impuesta por la cultura dominante, abstraída del orden cósmico.» El problema es situar al humano en la cúspide de la pirámide natural. Para los pueblos indígenas no hay pirámide, hay un circulo sagrado de vida, inviolable y perpetuo. El feminismo no basta, dice Millán, porque el feminismo argentino es racista, es tan cómplice del exterminio indígena como terricida. ¿Quién podría ser el guardián de la memoria de quinientos años de genocidio? Y ¿cómo cambiar sin apelar a esa memoria?
Al mismo tiempo y frente a la destitución de Evo Morales, frente al nuevo caciquismo indigenista, pero también frente a las mafias locales y al neofascismo que toma el poder en Bolivia, la activista Maria Galindo organiza en La Paz el primer Parlamento de Mujeres para estructurar la resistencia partiendo de las necesidades de las mujeres indígenas y de las trabajadoras pobres, de las lesbianas, las putas y las mujeres trans. También en Taipéi, en Estambul, en Beirut, en Santiago de Chile, en Valencia y en Nantes... se organizan colectivos feministas y queer para imaginar formas de organización de la vida fuera del patriarcado y de la colonialidad. Una cadena subterránea micropolítica revolucionaria esta entrando en erupción.
Un par de semanas después, las familias celebran la llegada de 2020 -ya llegará el momento en que nos demos cuenta de que no había mucho que celebrar-. Dejo el apartamento de París lleno de decenas de cajas cerradas o a medio abrir y viajo a Toronto para instalar la exposición de la artista Lorenza Bôttner en el museo universitario. Me han alojado en el apartamento 2020 de la Torre Avalon, un hormiguero vertical del downtown: el piso es tan alto que, desde allí, tengo la impresión de ver caer el sol como los astronautas que están en la Estación Espacial Internacional en la órbita terrestre baja, a trescientos cuarenta kilómetros del suelo, dicen que ven ocultarse una orla de fuego naranja tras el perfil del planeta azul. ^Y si 2020 no fuera un año sino un apartamento colgado en algún lugar de la historia del cosmos?
Estoy cansado. Me siento enfermo. En cualquier lugar, intentando que nadie me vea, busco un sitio donde tumbarme, aunque solo sean unos minutas. Existe una inadecuación entre mi vida orgánica y mi vida intelectual que se manifiesta en forma de dolor, pero no sé si esta inadecuación es el efecto o la causa de eso que mi cuerpo percibe como una enfermedad que crece dentro de mi o si eso que parece una enfermedad es simplemente la reacción de un organismo vivo y consciente al capitalismo tardío, mi inadecuación a la norma, mi resistencia a la opresión. Siento que el suelo discursivo del mundo se mueve y que el lugar que yo mismo ocupo en la realidad y como puedo actuar esta cambiando. Pienso por primera vez: cabrona dysphoria mundi.
Camino cada día desde la torre Avalon por el sendero de los filósofos y llego hasta la biblioteca Robarts, un conglomerado de triángulos brutalistas con aristas de cien metros de hormigón entre las que Umberto Eco escribió El nombre de la rosa. Eco imaginó la biblioteca del medievo en la que se perdió El libro de la risa de Aristóteles mientras estaba en la más futurista de las bibliotecas del siglo XX, rodeado por cuatro millones de libros.
Proyectamos el presente en el pasado y alucinamos el futuro mientras creemos mirar el presente. Nunca estamos donde aparentemente estamos.
Por las tardes, mientras los equipos del museo instalan la exposición, utilizo los recursos fenomenales de la Biblioteca Robarts para trabajar en una reescritura contemporánea del Así habló Zaratustra de Nietzsche que llamo Edipo Trans. Allí tomo notas que ordeno y reescribo al llegar al apartamento. Contrariamente a la imagen que se pueda tener de la filosofía, no reflexiono mientras escribo. Tampoco escribo sobre un despacho, ni vestido.
Aprovechando la excesiva calefacción canadiense, me siento completamente desnudo frente al ventanal con un ordenador, dejo mi mente en blanco, como si meditara, y pongo mis dedos al servicio de una voz que no sabe expresarse pero que desea salir. En esos momentos dejo de existir como individuo y existo, desnudo en una torre de hormigón, como un imperfecto procesador de textos que se obstina en producir sentido. En los jardines de los tejados de los edificios de Toronto, los árboles envueltos en plásticos de colores parecen abuelas con mantillas españolas que, agitadas por el viento, reciben el sol bailando sevillanas. Desde el apartamento 2020 de la torre Avalon es posible imaginar el futuro del capitalismo: las crestas de hormigón de la Biblioteca Robarts transformadas en pirámides de un desierto nuclear y los libros en nuevos jeroglíficos que nadie sabrá descifrar.
Me caliento una chorba que me hice ayer con una receta que aprendí hace años de un amante árabe y enciendo la radio francesa en Canadá: un epidemiólogo chino afirma que ha aparecido un nuevo virus del SARS que produce una forma grave de neumonía susceptible de transmitirse de persona a persona.64 Dice que catorce personas se han contaminado, pero que todo esta bajo control. Recuerdo el día que oí por primera vez la palabra virus en la televisión española mientras comía cuando tenia doce años. Mi madre había tendido un mantel de cuadros rojos y blancos sobre la mesa redonda de cristal ahumado y mi padre, sentado, se aplicaba a bajar los bordes del mantel como si recogiera al vuelo un paracaídas lanzado desde el cielo. Yo me sentaba siempre el último (un narrador normativo hubiera dicho «la última», porque entonces yo llevaba aún un nombre de niña, e iba vestido como se cree que deben ir vestidas las niñas), cuando la sopa empezaba ya a enfriarse en los platos. Veíamos el telediario mientras comíamos. Me tranquilizaba que la tele estuviera puesta, porque así no tenía que hablar con mis padres. Y entonces, de repente, mientras comíamos, pronunciaron aquella palabra en el informativo. Dijeron que los ho-mo-sexua-les, esa palabra me pareció interminable, sufrían de un virus que causaba una forma de sarcoma de Kaposi a la que llamaban «cáncer gay». Al menos gay era una palabra inglesa, y más corta que homosexual. Esa fue la primera vez que mi padre, mi madre y yo oíamos juntos la palabra homosexualidad -la palabra entera, tan larga, tan contagiosa en si misma-. Para entonces, yo ya había buscado la palabra homosexual en el diccionario. Y había oído decir las palabras maricón y tortillera a mi padre. Pero nunca habíamos sido espectadores juntos de un discurso en el que la palabra homosexualidad fuera no solo pronunciada, sino encarnada, representada por el virus. En el telediario mostraron imágenes de jóvenes esqueléticos y postrados con los labios oscuros y secos como uvas pasas y con ronchas rojas como Saturnos con anillos sobre la piel. Esa fue la primera imagen de la homo-se-xua-li-dad que compartimos colectivamente.
Un virus, el virus era eso: la muerte que acechaba a los homosexuales y les comía la piel. «Eso les pasa por ser maricones», dijo mi padre. Tuve miedo, no es fácil saber si de mi padre o del virus o de ambas cosas al mismo tiempo. La descripción televisiva de la enfermedad había sido una sesión de destrucción de mi infancia. Allí mismo, al escuchar ese reportaje, mientras me comía la sopa, me había convertido en adulto (un narrador normativo diría en «adulta»). Tan pronto como pude volver a mi habitación, me inspeccioné la piel. Aquella tarde, mucho antes de haber hecho el amor con alguien de lo que se suponía que era mi mismo sexo (aunque mi sexo no era el que se suponía que era ni tampoco el otro), supe que mi piel era la piel del sida.
No hay nada más siniestro en la prehistoria de mi sexualidad que esa relación entre el amor y la violencia, entre el placer y el pecado, entre el virus y el deseo de muerte que mi padre manifestaba contra los maricas, entre la curiosidad todavía infantil de tocar otra piel que no fuera la mía y esas úlceras rojas que como pequeños cráteres delatadores anunciaban la muerte inminente de quien las poseía. La primera puerta de la enfermedad era el ano. El marica penetraba los culos. El virus penetraba las células. El padre gritaba. El enfermo perdía la capacidad de hablar.
La piel se abría. La segunda puerta de la enfermedad era la televisión. Así era como las imágenes y el miedo entraban en las casas. Los ojos eran penetrados por la luz. La homosexualidad y el virus se comían la piel de los amantes contra natura. El virus era una cerilla lanzada por mi padre al pecho inflamable del marica que ardía dentro de él hasta salir por su piel en forma de herida. Le niñe con vestido de niña y nombre de niña temblaba. Mi nombre futuro ardía. El padre gritaba. El enfermo callaba para siempre. Y la mirada de la madre se perdía en el horizonte: pretendía ser la personificación del asombro, pero era en realidad la del oráculo.
En aquel apartamento colgado del cielo, enganchado al futuro, con este nombre que llevo ahora, escuchando la radio, vuelvo a ser el niño (un narrador normativo diría «la niña») que fui: me pregunto cuál es el virus que llama ahora a la puerta de los cuerpos humanos. Por dónde y cómo entrará. Y, mientras tanto, ya empiezan los gritos y los martillazos, los silencios y los fuegos. En mi cabeza y fuera.
La puerta se había abierto.
Una cultura es una arquitectura social en la que determinadas prácticas, rituales o sustancias sirven como «puertas» que conceden acceso a lo que en ese contexto es considerado como «verdadero» o permiten el paso entre distintos niveles de realidad. Para algunas culturas las puertas son las plantas o los hongos. La ayahuasca era la puerta por excelencia para las culturas del Amazonas, como lo fue el opio para las culturas asiáticas, como algunos tipos de hongos lo fueron para la cultura maya, y el peyote para la cultura wixârika. Una puerta es una tecnología biosocial de producción o modificación de conciencia, activada por una forma especifica de energía. Una fruta se deja fermentar con levadura hasta que sus azúcares se transforman en etanol. Una planta debe ser oxidada o quemada por el fuego para producir un hunio -una mezcla de dióxido de carbono y de diversos compuestos químicos que dependen de los materiales en combustión- que afecta a ciertas zonas del sistema nervioso.
Y todo ello debe ser hecho en el seno de un ritual social especifico: con ayunos, cantos, danzas, masajes, invocaciones o cuidados.
Después de abrir las primeras puertas micovegetales, los animales humanos no han dejado de inventar otras. El lenguaje articulado era, sin duda, la metapuerta que abrió los procesos evolutivos de la humanidad. Las puertas del alcohol y el tabaco no tardarían en ser después multiplicadas gracias a otras puertas técnicas como el teatro, la literatura, la pintura, la fotografía. Las primeras formas de energía activan esas puertas: glucosa, carbón, petróleo, pólvora, dinero... Todo cambiaría después con la llegada de la electricidad. Las puertas inventadas por la modernidad petrosexorracial y por el capitalismo industrial serán una combinación de antiguas puertas químicas y de nuevas puertas electrónicas. Así se abrirían progresivamente desde principios del siglo XX las puertas de la radio, del cine, del teléfono, de la televisión, de internet. Todas funcionan con el principio de la heroína electrónica: son fuertemente adictivas y modifican al simbionte que las usa. El virus entrará también por aquí.
Ahora las puertas del capitalismo industrial se están empezando a cerrar, mientras que otras están siendo abiertas.
Las nuevas puertas que empezaron a abrirse después de la Segunda Guerra Mundial eran cibernéticas y bioquímicas; las más sofisticadas y, al mismo tiempo, más extendidas de ellas eran las drogas sintéticas, legales (fármacos) o no (narcóticos) y los así llamados medios de comunicación. Estas puertas también necesitaban nuevas conexiones y nuevos combustibles: la electrificación total del mundo, su transformación en un laboratorio biocibernético de gran escala, la energía nuclear, la conexión alámbrica del mundo bajo los océanos, el establecimiento de una red de satélites capaces de centralizar y redistribuir señales... Y producían nuevos fluidos antes desconocidos: el tecnosemen, la tecnoleche, la tecnosangre, los tecnoóvulos... Eso era el capitalismo farmacopornográfico: un régimen económico y político en el que la producción y la reproducción de la vida (y la muerte) y del valor se lleva a cabo a través de las tecnologías bioquímicas y mediáticodigitales. En el prematuro siglo XXII, internet se ha convertido en la puerta de las puertas. La relación entre lo real y lo Virtual se esta invirtiendo. Si hasta principios de la primera década del siglo XXI lo Virtual era lo que existía en internet y lo real era lo que existía fuera, ahora lo auténticamente real es lo que tiene más presencia en internet. Así es como está surgiendo la irrealidad. Un espacio de sentido construido cibernética y bioquímicamente en el que es posible vivir -y morir.
El virus que venia iba a ser el gran abridor y cerrador de puertas.
Mi viaje a Canadá y el cierre de Wuhan sucede con la extraña simultaneidad con la que una erupción comienza en la boca del volcán mientras un grupo de amigos hace un picnic en la ladera de la montana sin poder ver todavía ni el humo ni la lava. Estando todavía en Toronto, veo por primera vez las imágenes de la ciudad china de Wuhan en cuarentena para contener la expansión de lo que dicen es un coronavirus parecido al SARS. «Cada puerta debe permanecer cerrada», habían dicho. Un par de días después, el gobierno chino añade a la prohibición de la libre circulación de personas, la prohibición de la circulación de todo vehículo en la ciudad de Wuhan. Ahora si alguien tiene que desplazarse por causas mayores a algún sitio tendrá que hacerlo a pie. Ya solo las ambulancias, y quizás los muertos, circulan en Wuhan. Pienso que una ciudad de diez millones de habitantes, sus calles totalmente vacías, a veces con un solo cuerpo caminando en medio de la nada, podría parecerse a la puesta en escena de una performance conceptual a escala urbana. Como si a Marina Abramovic se le hubiera desatado su vena fascistoide y hubiera firmado un contrato con el alcalde de Wuhan para hacer participar a todos los ciudadanos en una performance megalómana. No sería imposible, conociendo sus ambiciones. Mientras mi espíritu sonríe estúpidamente pensando en los delirios de Abramovic, me doy cuenta de que en realidad ya había visto aquellas imágenes antes. Wuhan es un Chernobil deshabitado después de una explosión viral.
Y por primera vez desde que empecé a hacer la mudanza al apartamento de París, deseo volver a mi casa.