Hace años, en ocasión de estar dando clases en la sede de Trelew de la Universidad Nacional de la Patagonia, me invitaron (como conocedor en grupos) a coordinar un encuentro entre integrantes de comunidades mapuches para compartir experiencias y comunicar necesidades.
Las sillas estaban dispuestas en un gran círculo.
Comencé la actividad con esta consigna:
“Buenas tardes, un gusto compartir este espacio con ustedes. Vamos a dialogar las próximas dos horas. Se trata de que cada cual se presente y exprese lo que desee o necesite comunicar”.
Observé de inmediato gestos de simpatía y asentimiento.
Tras unos minutos, insistí:
“Bueno, está abierta la invitación a quienes deseen presentarse…”.
Renovadas actitudes de aprobación.
Por una de las ventanas todavía entraba luz. Al rato, con insegura porfía, reiteré el pedido. Comenzaba a hacer frío en el salón.
De pronto, una persona, acercándose, me ofreció la mano, diciendo su nombre y el de su comunidad. Enseguida se levantó el resto.
Alguien dijo que celebraba la iniciativa de escuchar la palabra de los pueblos.
Así, estuvieron de pie en diferentes conversaciones. Algunas personas se conocían, otras no. Se escuchaban con atención y respeto.
Costaba interrumpir esa ceremonia de intimidades que hablaban a media voz.
Al rato, propuse que nos volviéramos a sentar para escucharnos mejor.
Alenté a que expresaran qué estaban sintiendo.
Percibí recepción y consentimiento.
Otra vez transcurrió un largo tiempo.
Entonces exclamé:
“¡Qué silencio!”.
De inmediato, sonrisas amistosas acompañaron la descripción de esa circunstancia.
Aunque nadie agregó una palabra.
Estaban ahí con sus memorias. Contexturas concentradas, interesadas, desprovistas de impaciencias, ansiedades, nerviosismos.
La tarde caía.
En eso, alguien dijo:
“En la soledad del monte, a veces, el silencio hace doler los oídos”.
Tuvo aceptación instantánea.
Y, otra vez, una tranquila pausa.
Ya nadie habló.
Escuché respirar esas historias.
Me encontraba, allí, entre esas presencias serenas.
Pasé largo rato mirando calzados, manos, posturas, vestidos. Sentí un perfume.
Suspiré.
Durante un segundo fatal temí ahogarme con mi saliva.
Estiré las piernas.
No volví a preguntar si alguien quería decir algo.
No se me ocurrió finalizar el encuentro antes.
Transcurrieron las dos horas o un poco más.
En un momento pronuncié las seis palabras del oficio.
“Bueno, seguimos con esto la próxima”.
No hizo falta más.
Siguió todo como estaba, hasta que alguien se acercó para estrecharme la mano. Así ocurrió con todas las generosidades que allí estuvieron.
Algunas cosas escuché en esas cercanías finales:
“Se disfrutó el día de hoy”. “Pensamientos se mezclan sin que lo sepamos”. “Momentos como este se necesitan”. “A veces, las palabras prefieren esperar en la orilla de una conversación”. “Oscureció mientras nuestro encuentro”. “La próxima tendrá que durar una noche entera, comiendo y bebiendo”.
Por último, se despidió la mujer de una de las comunidades que organizó la jornada. Expresó gratitud por el espacio brindado. Dijo:
“Lo esperan para llevarlo al aeropuerto, que tenga buen viaje”.