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Foto del escritorRevista Adynata

Una flecha golpea el corazón del lenguaje escolar / Silvia Duschatzky

Queremos pensar la escuela. No queremos inmovilizarla una vez más en una maraña de significados que la pierden. Probemos merodearla, volverla casi inaprehensible.


En ocasiones, cuando me siento empantanada, vuelvo a Gilbert Simondon. Me ayuda en esta tarea de fisgonear entre las cosas, más que de capturarlas. Sus textos no se ocupan directamente de la escuela, aunque no dejan de interpelarla cuando afirman que lo que es no es definitivo —ni vale aspirar a que lo fuera— sino tan pronto advenido. Si el interés está puesto en los cambios de estado o de relación, la atención se desaferra de un objetivo a alcanzar y más bien se inclina por las resonancias que brotan en el proceso en que se gestan las formas siempre abiertas a nuevas efectuaciones.


Sigamos el recorrido de algunos de sus enunciados. Sospechamos que da en el blanco del adn escolar.


El ser es más que uno, es decir, puede ser captado como más que unidad y más que identidad.1

Suena abstracto, sin embargo podemos palpar sus efectos concretos. No hay escuela, esa cosa definible, plena de atributos, manejable. Y no obstante las hay. La escuela se disipa cuando la representación la atrapa, y aún así ahí está. Probablemente convenga pensarla como nodo de proximidades o frágiles agrupamientos. Y entonces se vuelve más pregunta que sede de imperativos. ¿Podremos pensarla como territorio de efectuación de posibles, de esos que aún ni se realizaron ni se guardan en el arcón de las expectativas?

Si pensar la escuela es hacerlo como término ya construido, lo que le sigue es la magra pretensión de realizar su supuesta naturaleza. Y ahí el obstáculo, percibir las cosas como unidades de sentido, como entidades acabadas oscureciendo la operación de constitución, lo único que interesa: la cosa como proceso y no como terminalidad. Siguiendo este plano de percepción, la escuela se bosquejaría en su devenir. ¿Cómo fue que pasó lo que pasó? ¿Cómo es que algo cambia de forma? ¿Qué transformaciones sufren las relaciones susceptibles a ciertas operaciones?. En algún momento decíamos: no hay escuela en abstracto, solo cuerpos sensibles que la hacen cuando piensan lo que no saben.


Pero volvamos a lo que nos dispara la frase. Marguerite Duras nos tira una soga. En La lluvia de verano 2, escribe:


Madre: ¿no es temprano para volver de la escuela?

Ernesto: tengo que decirte algo, pero te daría pena.

Madre: ¿qué tienes para decir?

Ernesto: lo que te daría pena no es lo que te diga, sino que no entenderías.

Madre: dime cómo lo dirías si valiera la pena decirlo.

Ernesto: no volveré a la escuela, porque en la escuela me enseñan cosas que no sé. ¿Lo entiendes?

Madre: no puedo decir cómo lo entiendo…si de la manera correcta o no, pero me parece que algo entiendo.


Retengamos este fragmento del relato. Lo que te daría pena no es lo que te diga, sino que no entenderías. Ernesto deja picando la verdad del asunto. Lo que nos sume en la desazón es perder el hilo afectivo que nos aproxima al otro en la distancia. Y la distancia no es mera lejanía, más bien se trata de eso que no procura suprimir el enigma del no entendimiento. Si así fuera, la distancia no es necesariamente alejamiento de una problemática, afectación o pérdida de lazo sino condición de afección recíproca.

El tópico del que se habla en la novela pierde relieve frente al tembladeral frágil y paradójicamente consistente —porque es ahí donde hacemos pie— del universo relacional. Y entonces su madre: no puedo decir cómo lo entiendo…si de la manera correcta o no, pero me parece que algo entiendo. En estas breves y anodinas frases se cuece un “mundo” y aún no nos enteramos del tópico de la conversación.


Pareciera que ese “más que unidad” del que nos habla Simondon es el exceso que se derrama. ¿Se derrama de qué? De la representación que opera por capturas. Tengo algo que decirte, qué tienes para decir, te daría pena no entender, me parece que algo entiendo, pero no puedo decir cómo. Hemos suprimido el tema del que se habla, no porque no importe, o acaso sea posible hablar de nada, sino porque lo que puede ser, lo que se va gestando, no está en la transparencia de un supuesto sentido encerrado en un tópico particular, sino en aquello que es porque no concluye, porque queda abierto a un tejido ininterrumpido, porque son las resonancias y no la literalidad lo que vuelve inagotable el intercambio.


La no identidad a sí mismo del ser no es un simple pasaje de una identidad a otra por negación de la que precede, sino porque el ser contiene potencial, porque todo lo que es existe como reserva de devenir, la no identidad debe decirse como más que identidad.

Ernesto se presenta como rara avis, dice cosas extrañas a la “identidad” de la escuela y a la “identidad” de un niñx. La madre, a su vez, se deja tocar por esta rareza y lo que tiene lugar es una suerte de balbuceo de una percepción afectada y afectante, más que una respuesta indicativa de un adulto que se precie educador de una cría.


Ahora bien, “más que identidad” no es una proclama ni un asentimiento teoricista. Ernesto no carga con un “rechazo” a la escuela, interior a su carácter. La madre no dispone de una plasticidad per se. La reserva de devenir se manifiesta no tanto en lo que Ernesto pronuncia o su madre responde, sino en que pasan sucesos y afectos inesperados entre las cosas, y más que un intento de normalizarlas lo que se respira es la temporalización de las mutaciones relacionales. Intento precisar lo “inexplicable”. No nos detenemos en describir el cambio de un estado a otro a modo de transformación de comportamientos sino el funcionamiento de una dinámica de derivas.


¿Qué hace que las cosas, los afectos, las percepciones se alteren?¿Qué consecuencias tienen estas alteraciones, y más aún, qué le hacen a la experiencia de estar en el mundo? Habría una pregunta por el próximo paso, pregunta que solo se instala cuando estamos inmersos en ese devenir. El próximo paso no es hacia una meta. Sobreviene cuando la atención caza las señales eventuales de bifurcación. Devenir, entonces, no es atributo del bien ni del mal, pero sí podríamos decir, a lo Spinoza, que resulta bueno por su sola cualidad moviente. El ser en tanto es nunca acontece de una vez y para siempre, ni por intervención de un poder que moldea a voluntad. Solo porque existe una reserva de potencia que no es absorbida en forma alguna es que se producen choques, desfasajes, modulaciones.


Hasta aquí pareciera que la escuela se nos escapa, que apenas la sobrevolamos desde una luz filosófica. Pero es en estas tentativas de habla que podemos bosquejarla. Podríamos arrimar lo siguiente: A más escuela programada, a más empaquetamientos de enunciados, a más repetición de su jerga, a más expectativas y pontificaciones de su labor, menos escuela. Y al mismo tiempo, a más retóricas “deconstructivas” que permanecen encumbradas, también menos escuela.

Veamos qué ocurre cuando opera una tendencia al cierre, al acabamiento de una forma:

(…)

Maestro: ¿me lo pueden traer a ese Ernesto?

Padres: ¿qué quiere hacerle?

Maestro. Hablarle, hacerle razonar. Volver a una lógica elemental. Extirpar la crisis. Deberá aceptar que la instrucción es obligatoria.

(…)


En este párrafo se manifiesta la insistencia en la lógica de un intercambio de roles. El maestro debe crear al alumno. El alumno debe responder a sus prerrogativas. Todo lo que sigue es “éxito” en la realización, fracaso en la realización. La relación se obtura simplemente porque le damos la espalda a esa reserva de devenir que se presenta como extrañeza descalabrante, y frente a la cual solo cabe una atención que no es concentración. Stengers lo piensa desde el procedimiento del contraste, crear un contraste entre lo que digo (que percibo) y lo que se exhibe. En pocas palabras, sospechar de los supuestos.


Veamos el modo en que el maestro se deja tomar por la fuerza de la cosa “irrepresentable”.


Maestro: Ernesto…con respecto al libro quemado que encontró y dice que leyó…cuénteme.

Ernesto. Bueno, justamente descubrí con ese libro como si el conocimiento cambiara de aspecto. Desde que se entra en esa especie de luz del libro se vive en el deslumbramiento. Es difícil de explicar. Aquí las palabras no cambian de forma, sino de sentido, de función. ¿Se da cuenta? Ya no tienen un sentido propio, remiten a otras palabras que no conocemos, que no hemos leído ni escuchado jamás…cuya forma no hemos visto nunca, pero de las que sentimos…de las que sospechamos el lugar vacío…


(…)


El maestro viene a ver a Ernesto al atardecer. Trae chicles para sus hermanos. No sabe muy bien a qué viene. Va hacia aquello que ya no intenta comprender…

Cuando tiene la tarde libre, el maestro va al cobertizo donde se reúnen los hermanos y les enseña a leer y a escribir. Ernesto ya no está en la ciudad.


El maestro percibe algo diferente aquí respecto del modus operandi profesoral, pero el acontecimiento libro - Ernesto– cobertizo – hermanos- enseñanza de lectura llegó, permanece un tiempo y se irá. Lo que destacamos no es el suceso particular, sino la fuerza de haber desacomodado un modo y abrirse a otrxs que a su vez podrían reverberar en múltiples situaciones.


No es que no haya sujetos, maestro o niñxs, sino que esos seres son más que unidad y las formas que asumen. El maestro va hacia aquello que no intenta comprender…(va). Lxs niñxs lo reciben y emprenden juntos en el lugar no “indicado” la aventura de la lectura y la escritura. El maestro sufre un desfasaje respecto a una forma anteriormente sedimentada y se abisma de sí mismo dejando entrar, no la explicación de Ernesto respecto de su encuentro con el libro, sino la sorpresa de una lectura que sobrepasa la función del signo. Ya no es Ernesto - libro - maestro sino la multiplicación o propagación de un modo relacional. Cada “unx” está porque algo más lo sobrepasa. En ese plus vive la potencia de existir.


A diferencia del párrafo citado más arriba, que expone el cierre en los confines dicotómicos de realización o no realización, acá se manifiesta la mutación de un vínculo producto de un juego complejo entre la reserva de devenir en el ser maestro — que no logra ser encerrada en el rol prefijado— y el choque con esa reserva que le excede a Ernesto en tanto alumno y a la lectura en cuanto mero desciframiento de significados codificados.


Despejemos una penosa confusión: devenir no es “que fluya”, suponiendo que el fluir nos vuelve “inocentes” a todo lo que (nos) acontezca. Es necesaria una fina atención que lea o se arroje a esa reserva nebulosa que se le cae a las formas familiarizadas. Cuenta una maestra de Trelew


En cada inicio del ciclo lectivo era costumbre mostrarle a lxs chicxs una por una las fotos de los nuevos profesorxs, preceptorxs y compañerxs que iban a tener ese año. En una de esas presentaciones se expone la foto de un nuevo preceptor, indicándole que se trataba de Aldo, de inmediato con furia Juan grita ¡no!... ¡es Lucas!… ¡Lucas ahí! Se le vuelve a indicar, corrigiéndolo, que aquel de la foto, no se trataba de Lucas, sino que se trataba de un nuevo preceptor, que ese de la foto se llama Aldo. Todos pensábamos que Juan insistía en que era Lucas, puesto que Lucas resultaba ser un compañero significativo para él. Juan con la vista puesta fijamente en la foto repite ¡no!... ¡Lucas! Cuando se le pregunta que nos indique donde está Lucas, con la soberbia de poder demostrarle su error, él señala una ventana que estaba al costado de donde se veía la imagen de Aldo. Cuando miramos más detenidamente la foto, comprobamos con sorpresa que si se miraba con suficiente atención, se podía alcanzar a ver el reflejo de quien había tomado la foto de Aldo, que se trataba precisamente de Lucas.


Lo que en principio se le atribuyó a Juan como percepción ilusoria resultó ser el rasgo de la percepción normalizadora, esa a la que se le escapa lo microscópico, no por pequeño, sino porque no arma conjunto y a su vez cuenta con la posibilidad de deformar y reformular.

Lo que parece ser el “agarre” de la función termina desagarrándose de los relieves y planos concretos que abren el abanico de las relaciones. Advertir los propios límites perceptivos no resulta de una recomendación de autoayuda. Los puntos de referencia se angostan frente a la verificación sensible de lo descarriado. El corolario no es la celebración de Juan y el mea culpa de una percepción constreñida, sino la pregunta ¿y qué fue lo que pasó? ¿qué plano de “consistencia” arma un punto de vista? (el de la foto sin “Lucas”), ¿qué otro plano se bosqueja cuando lo sombreado, lo que se revela a media luz, reconfigura la escena? Juntar lo que no tenemos costumbre de juntar…tal como piensa Isabelle Stengers,3el problema de la atención.


1 Combes, Muriel, Simondon. Una filosofía de lo transindividual. Cactus. Buenos Aires, 2017.

2 Duras, Marguerite. La lluvia de verano. Cuenco del Plata, Buenos Aires, 2012.

3 Stengers, Isabelle. En tiempos de catástrofes. Futuro Anterior, Buenos Aires, 2017.


Irving Rusinow Escuela  cerca de 1941 Impresión en gelatina de plata

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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