— El arquero
ni el caballo,
la flecha
no pregunta:
Señor
¿no tuviste suficiente
fe
en mi?
Susana Villalba
Una vez tuve un corazón en la mano. Podría haber sido más de una vez, pero en un arrebato de pasmo y pudor, el acontecimiento decidió que debería quedarse tal cual se presenta: único. No porque, necesariamente, la repetición de una acción lleve a la equivalencia de experiencias, sino para dar paso a esas múltiples sobrevidas que nacen a partir de un relato de lo vivido. Claudia Masin dice, en un poema que se llama “Una película de amor”: “La mirada vive, en lo que ve, / una segunda vida, más real que la primera, más intensa”. Esa cualidad intensiva, a veces, tarda años en recorrerse. Sucede algo curioso: por un lado se aparece como una información instantánea, insoslayable, sentida, vivenciada, y por otro lado no llega a revelar todos sus matices si no se presta a una historia, a la creación de unos márgenes que referencien un mapa de lo aún imposible.
Recuerdo perfectamente ese día, recuerdo la perfecta correspondencia entre una mano y un corazón; como dos cosas que sin estar llamadas a juntarse, de repente, lo hacían. Recuerdo la impresión, ese gesto casi involuntario de un cuerpo que se sabe con todos sus órganos frente a un órgano sin cuerpo, pero también la impresión, esas marcas, esas entradas y salidas, esas ramificaciones tubulares que antes servían como conductos. Recuerdo la fragilidad, la viscosidad, lo mínimo.
Recuerdo ahora a Susana Villalba, cuando en un poema que se llama “Rikyu” dijo: “Es imposible / atravesar un corazón / si no hay deseo / de matarlo”.
Me veo obligada a pensar en qué lugares cabrían unos signos de pregunta: ¿sería circunscribiendo el “¿es imposible?”? ¿Entrarían mejor en “¿hay deseo?”? Seguro no podrían preguntarse si se puede atravesar un corazón.
¿La muerte será dada por el acto de atravesar o tendrá que ver con el acto de querer reparar ese daño? Difícil no pensar en los manuales para la supervivencia en la intemperie, en los torniquetes, en la siempre incisiva indicación de que cuando un objeto se incrusta en alguna zona vital mejor dejarlo allí porque de esa manera se evita que la sangre se escape por el hueco que queda. ¿Se habrá hecho el daño y se habrá querido deshacer? ¿Habrá habido alguna señal en el preciso momento en que la sangre empieza a chorrearse? Lo rojo puede significar amor y también puede significar muerte.
¿Podrá el arquero algún día abandonarse, y fugar de su incesante labor? La confianza de quien pone en funcionamiento toda una maquinaría vibrátil —el arco, la flecha, el cuerpo— con la terrible convicción de que si no se da en el objetivo será una tarea malograda, que de nada habrá servido ese disparo. Solo por los efectos puede, quizá, llegar a saberse algo de las causas, mas nunca es al revés.
¿Cómo podría una flecha, en vez de presentarse obstinada en su blanco, portar en su recorrido cierta estela, cosa de ir regando de efectuación aquello que atraviesa pero no toca?
¿Sería posible que el roce mínimo, la cercanía con su trayectoria, el viento que la circunda, produjeran efectos semejantes a los que, hasta ahora, solo logró mediante la desgarradura?
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