top of page
  • Foto del escritorRevista Adynata

Vicky, Corrientes y Medrano / Milva Pentito

- ¡Vicky! ¡Vicky!


El hombre, que aparenta unos sesenta y pocos años, grita desencajado a la salida de un pequeño

supermercado.

La escena dura tan sólo unos minutos, pero puedo apreciar sus componentes con detalle.


El hombre está aterrado.

Hay un sentimiento de desgarro en sus ojos, y en el tono de su voz.

No sabe bien qué hacer. Quiere pedir ayuda, pero estamos en el sitio equivocado.

La Ciudad de Buenos Aires, a pocas cuadras de Corrientes y Medrano.

La gente no es solidaria a pocas cuadras de Corrientes y Medrano.

Puede, sí, hacer actividades de caridad, pero en rigor a la verdad, no existen lazos comunitarios que

incluyan a la empatía como rasgo principal.

No hay, en general, demasiado espacio para que la solidaridad se cuele en situaciones cotidianas

como esta.

Y el hombre lo sabe. Lo advierto en su lenguaje corporal.

Sin embargo, decide intentarlo


- ¡Se me perdió mi perrita! - grita al aire. Gira la vista hacia la calle Humahuaca, y toma de

interlocutor obligado a un muchacho treintañero que pasa caminando - ¿Viste una perrita marrón?


Por entonces considero que algo de lo que estoy viendo debería conmoverme, o incluso dolerme,

como si el dolor fuera un estadío superior de la empatía.

No sucede.

No siento nada.

Alcanzo apenas a experimentar una discreta picazón, ante la posibilidad de que alguno de mis seres

queridos se vea alguna vez en la situación del hombre: gritando en la calle con ojos de desgarro,

ante un problema eminentemente afectivo, y sin lazos comunitarios que lo sostengan para intentar

algo.


La picazón, como digo, es por mis seres queridos.

No es ni siquiera por mi.


El muchacho treintañero le hace al hombre un gesto con los brazos.

“¿Dónde pensás que puedo haber visto una perrita marrón?”, parece decirle , “Si yo recién pasaba

caminando por acá”


En algún tipo de honor a la picazón que siento, yo también podría intervenir.

No lo hago.


El hombre retrocede, confirmándose no ayudado. Llega gritando a la esquina de la calle Bulnes.

Vicky no está allí.

No va a acudir tampoco al llamado. Algo me dice a mi, aunque no la conozco, que las distancias

son demasiado grandes, y que el bullicio del barrio y su cosa estimulante, no harán más que

complejizar todo.


Entonces, alguien se asoma serenamente desde el supermercado.

- Está acá adentro – le dice al hombre, cuya mirada y tono de voz se transforman de inmediato y por

completo.

- ¡La concha de su madre! – resopla él, repentinamente, y entra

Vuelve a salir llevando a Vicky en los brazos: es en efecto una perrita marrón, una cruza algo añosa

de chihuahua con pequinés.


Tiene puesto un pullover, como la mayoría de los perros del barrio en los meses de invierno.

No está asustada.

El hombre le dice algo. No llego a entender qué.

La baja de sus brazos, después, un poco enérgicamente.

Y entonces, sucede ante mis ojos el final inesperado.

El hombre vuelve a entrar al supermercado, deduzco yo que a seguir con la compra que interrumpió

cuando dejó de ver a Vicky.


Vicky se queda sola en la vereda, con pullover, y sin correa.


Quizás le hayan comunicado la expectativa de que se quede allí, en un idioma español que ella no

comprende; y ahora pese sobre sus hombros, pequeños y añosos, la responsabilidad de cumplirla.


Quizás no haya sido su ausencia, o su eventual pérdida, una cosa desgarradora de veras para el

hombre.


Quizás lo verdaderamente desgarrador haya sido, durante aquellos breves minutos, la certeza de

haber defraudado la expectativa de alguien más, que esperaba que él cuidara bien de Vicky.


Alguien más, que lo esperaba incluso aunque él no quisiera cuidarla.


Me creo en condiciones de divagar sobre aquella posibilidad, mientras me alejo caminando hacia la

calle Corrientes.


Pienso que puedo estar ante la representación de aquello: un compendio de expectativas dañosas, e

insatisfechas, y de amor mal direccionado.

Mientras tanto, Vicky espera sola en la vereda, con pullover y sin correa.

Quiero volver sobre mis pasos, para decirle algo al hombre al respecto.

Ahora sí, quiero intervenir la escena.

Pero tampoco lo hago.


En territorios vaciados de empatía, y sin lazos comunitarios, no siempre se siente seguro hablar.


Nicola Pucci Tuffo Salotto 2017 70 × 60 cm Oleo sobre tela

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page