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  • De una posible exhortación ante la Ley ¿existirán mundos sin policía?/FolieEmma

    13-12 ¿Cómo dirigirse a ese múltiple verdugo, a ese polifacético guardián que no detiene su marcha en la historia de la muerte? ¿Cómo hacerle entender (y hacernos entender) que es funcional al despojo, a la injusticia, a la supresión de la libertad? Ese verdugo lleva múltiples uniformes, armaduras, trajes. Viles disfraces de lo inocultable. Si le explicáramos que ha sido adoctrinado y preparado para ser uno de los cuerpos más insensibles, si intentáramos convencerlo de que es la bestia más rancia y podrida de todo el engranaje, si quisiéramos conversar con él acerca de que el poder que supone tener no es más que una ilusión, que es reemplazable por cualquier otro cuerpo execrable que quiera ocupar su lugar, que vendió su vida a quien maneja los hilos de su falso uniforme y que vendió su vida al desprecio, al privilegio y a la opresión, ¿comprendería algo? -sabemos de la ilusión del juego entender-explicar, sabemos que fue parido al servicio de la muerte, pero aún así necesitamos del ejercicio vital de la interrogación-. Parece que resulta más sencillo imaginar un futuro de apocalipsis zombies y muertes evitables que un mundo sin policía. Casi desde su aparición esta fuerza, brazo armado del Estado, mercenarios al servicio de la muerte, muestran lo que pueden hasta ampliar el límite de lo que son capaces. Queda a la vista la cantidad de represiones, corrupción, violaciones, gatillo fácil, femicidios, travesticidios y asesinatos de los que son capaces. La miseria que encarnan no entiende de solidaridades, ni de colaboración, menos que menos de otras maneras de habitar el mundo que no sea bajo lógicas patriarcales y autoritarias. Policía de la Ciudad, Policía Federal, Policía Bonaerense, Gendarmería, eufemismos que esconden lo que verdaderamente son: extensiones del Estado, mercenarios adoctrinados, miserables con delirios de grandeza, autoritarios adictos al Poder, verdugos obedientes, un cáncer social. Diferentes uniformes que se conjugan en esa masa uniforme y pútrida que custodian los privilegios de las castas políticas y empresariales. ¿Cómo imaginar un mundo sin policías? ¿Cómo imaginar una organización autogestionada que posibilite la autorregulación de lo que se puede y no se puede en la convivencia? ¿Cómo abrevar en viejas experiencias que han intentado otros modos de organización social? ¿Cómo evitar que se envicien las formas de auto-organización? ¿Cómo evitar caer en las trampas que nos limitan a lo ya conocido como únicas opciones posibles? ¿Seremos capaces alguna vez de inventar un mundo sin policía? ¿Tendrán sentido estas reflexiones? ¿Tendrá sentido esta exhortación? ¿Algún día, verdugo, guardián, escucharás? La experiencia demuestra que no existe diálogo posible. Entonces, ¿qué otros medios podemos seguir inventando para hacernos oír? ¿Cómo vivimos en este mundo? ¿Cómo hacemos para parir un mundo sin policías? * Publicado en la edición Nro 13, octubre 2020 del Periódico anarquista de agitación cotidiana Gatx Negrx.

  • Diciembre Adynata**

    Diciembre anuncia otro final –arbitrario- por venir. Trae el apuro y el alivio de eso que ya se termina, pero no. Este Diciembre se parece y no se parece a otros Diciembres. Se parece en el aturdimiento que se produce cuando todo lo vivido se amontona, justito ahí, en el corredor que conduce a las puertas de salida de otro año más. Se parece en ese vértigo por querer terminar y, algunas veces, por querer cumplir con todo lo prometido a ese dios, garante de promesas, que abriga las creencias que sea, aún las del sin dios. Se parece también en que hay veces que constriñe en balances retrospectivos que buscan afirmarse en la normalidad de órdenes equilibrados y progresivos que siguen insistiendo en gobernar la vida. Este Diciembre no se parece en nada a otros, porque aún con barullos y vértigos de fin de año, con cansancios, angustias y desganos, aún con el anuncio de algunas vacaciones posibles, aún con la presencia de la moral del festejo familiar, nos deja a la vista todo lo que nos pasó durante esta peste, tan caótica y simultánea ella. Y volver a pasar por ahí hace que vuelvan a doler los dolores, que vuelvan a temblar los temblores, que vuelvan a alegrar las pequeñas alegrías y que cada instante vivido nos siga pareciendo mucho, por los efectos de esta lente de aumento llamada pandemia. Y aún así, nos queda la embriaguez por lo vivido y por lo no vivido, nos quedan algunos brindis por lo brindado y, sobretodo, la gratitud –caricia anticapitalista- por esas complicidades carnalmente lejanas y transatlánticamente cercanas, siempre amorosas, con las que hemos recorrido todos estos meses que fueron mucho más que un año, agarradas muy fuerte de la mano.

  • Una eternidad que se apaga / Ori Seccia

    “That secret that we know That we don’t know how to tell I’m in love with your honor I’m in love with your cheeks What’s that noise up the stairs babe?” Bon Iver – “Blood bank” —La historia de la humanidad —farfulló Lea por toda respuesta. Dalia acababa de contarle que se había enamorado de otra persona. Lo que se presentaba ahora como la explicación de su separación había demorado cerca de un mes. Antes, balbuceos, o palabras que, al ser interrogadas como explicación, eran como un río caudaloso que, a los pocos pasos, se seca en un arroyo débil, no dejando al paseante más remedio que el de volverse sobre sus pasos, para buscar una fuente más promisoria. Lea apeló a todas sus lecturas para defenderse del peso de la verdad revelada: quería creer que entender iba a aminorar el impacto, que poner en una serie de repeticiones anónimas lo que a ella le tocaba ahora vivir haría del dolor una palabra, un rótulo en el que se pueden subsumir innúmeras vivencias. Quería que lo estadístico de su fracaso transformara el vacío que dejaba el fin de esa historia -que era la suya, más que ninguna anterior- en un lugar ordenado, menos filoso. Después de dos cervezas a las seis de la tarde en un bar deshabitado, con la ironía de que la música alegre de Belle and Sebastian sonara de fondo, no había sido insincera aquella respuesta. No era sólo conveniente como escudo ante lo intolerable: creía, cada vez con mayor convicción, que una fuerza no contingente, no moldeable, densa, arrastraba a ese conjunto viviente que día a día se paseaba por sinceras ficciones a través de una repetición de la que no había redención posible. Dalia estaba, a todas luces, en el extremo opuesto. Más allá del infundado optimismo que el enamoramiento ofrece a quienes por él están atravesados, una fuerza nueva, con ganas de expansión, la atravesaba. Una ligereza de expresión se le marcaba cerca de los ojos y en esa sonrisa de gato que la distinguía. Esa fuerza la empujaba a creer que lo permanente de la vida era el cambio, la mutación, el perecer de los afectos al igual que el fenecimiento del verde de los árboles tras cada invierno, para ser sucedido por brotes que los transformarían de raíz y que sólo los incautos, los fenecidos, confunden aún por los mismos árboles del otoño anterior. Lo que para Lea era un declive inevitable que había que aceptar para entender los ciclos completos del desarrollo de un encuentro, siendo fiel a él, si es que éste había producido una mutación en quienes habían cambiado para siempre en su roce, para Dalia ese mismo ocaso era señal de que había que buscar otros horizontes, si la vida que habitaba cada cuerpo tenía que ser resguardada. Y para ella tenía que ser resguardada. El costo de no asumir ese desafío era la muerte en vida, una forma de vida tan extendida como Netflix. No dijo eso. Dejando caer un maní en su quinto vaso de cerveza, sin embargo, lo daba a entender. Probablemente no de manera articulada, pero Lea lo entendía. Estaba segura de saber cómo interpretaba Dalia el fracaso de la pareja que habían sabido ser. Y eso, también, era intolerable. Tomó otro vaso más de cerveza, y pidió otra más. De no ser por ellas, el bar habría cerrado ya, ninguna otra mesa estaba ocupada. Y en algún punto eso las liberaba: podían desplegar lo patético y desgarrador de la escena a sus anchas, hasta que llegó el momento en que la balanza de los costos y beneficios del bar dejaron de favorecerlas: no importa cuántas cervezas más quisieran tomar, los empleados querían tomárselas. —¿Vamos a comer algo? —Me parece que ya fue, Da. Dalia la miró fijo a los ojos y acercó su cuerpo. Tras un silencio breve, agarró la cara de Lea entre sus dos manos y le dio un beso. Una afinidad ancestral entre sus cuerpos se activó enseguida, y esa noche, siguiendo el impulso, por primera vez desde que se habían separado, Dalia volvió a la casa donde habían vivido juntas. Durante las pocas horas que duró la calentura, su consumación y la calma tierna que la sucedió, estaban, otra vez, siendo esas que habían sido, tanto tiempo, juntas. Mirando al cielo, las tipas extendían sus ramas hasta culminar con sus hojas finitas, fundiéndose con el celeste de la atmósfera. De tanto en tanto una nube se paseaba ociosa interrumpiendo los rayos del sol que, a esa hora, ya habían atemperado su fulgor. Sobre el muslo derecho de Lea reposaba la cabeza de Dalia. Ella había estado primero mirando hacia los patos del estanque, dejando su perfil a la vista de Lea, que escrutaba con atención las patas de gallo que se le dibujaban al lado de los ojos, y que se pronunciaban con cada risa. Después, de manera decidida, Dalia apoyó su nuca para mirar a los ojos que desde arriba se posaban en los suyos, afinando mediante ese punto de apoyo el ritmo de las palabras que iban hilvanando al son de las preguntas capciosas y graciosas de Dalia. Estaban deambulando, con júbilo y pereza, en torno a la vida, qué era esa vida que las singularizaba, pregunta que se desplazaba, como arena en un reloj, hacia la consistencia de la materia. Y cuándo algo dejaba de ser lo que era. Con la seguridad que da la felicidad y una escucha amorosa, Lea ensayaba artificios de respuesta que mezclaban trazos de filosofía con intuiciones propias que contrabandeaba con nombres ajenos, para poder decirlos con más soltura y menos temor al error -uno de sus insistentes fantasmas-. —Somos una consistencia temporaria de átomos que mantienen relaciones de afinidad entre sí por un tiempo. Somos la persistencia de esa forma. Pero lo que nos compone, los elementos que nos componen pueden entrar en otras relaciones. Somos la forma que esos elementos toman en este momento, por un tiempo. Cuando entren en otras conexiones, nuestra forma se perderá, y así llegaremos a nuestro fin. No el fin de la materia, no el fin del mundo: sólo el fin de este encuentro de átomos que hoy nos hace decir yo. —¿Y eso es la muerte? —Sí de esta delimitación que somos, de esta forma de combinación de elementos o relaciones entre elementos que nos singulariza, pero no de los elementos que, al liberarse de una forma, quedan sueltos para encontrarse con otros y conformar otra figura - guardó silencio un segundo –. Quizás ésa es la manera en la que siempre vamos a estar en el mundo, el modo en el que algo de nuestra existencia será indeleble, eterna. Algo de eso que nos conformó seguirá aquí, dando lugar a nuevas formas, a vidas que ya no podremos presenciar. —¿No te parece angustiante? —No. Me parece el único modo de concebir una concepción materialista consecuente. Lea, que le había estado acariciando la cabeza en medio del divague sesudo, ahora hizo presión con el pulgar en medio de las cejas de Dalia, que inmediatamente relajó la frente como respuesta. —Pienso también que hay otro modo de persistir en este mundo, que es en el recuerdo de los otros. No estoy segura, pero creo que era Spinoza el que decía que mientras los efectos de una relación subsistan, persiste algo de esa esencia, en esta especie de acción continuada a la distancia. Uno de los patos se puso a aletear, de golpe, acompañando cada movimiento con un graznido agudo. Lo vieron inmediatamente corretear tras una pata, intentando montarla. La pata moteada de marrón y blanco se deslizaba veloz por el agua del lago, dejando una estela en V tras de sí. Dalia se incorporó y, cruzando las piernas en modo indio al igual que Lea, le dio un beso largo. —Yo pensé que vos venías a ver a los patos del parque cuando no querías pensar más —le dijo a modo de chiste. —Cuando quiero pensar sin pretensiones de verdad ni método alguno —retrucó, riéndose Lea. Dalia agarró la mandolina que había estado descansando en el borde la manta sobre la que estaban echadas. Lanzó unas notas al aire, y se concentró en la afinación. Y mirando cómo la tarde, de a poco, se iba yendo cambiando los colores del cielo hacia una luz más tenue y naranja, soltó, lento, un arpegio de cuatro notas. Se sucedían con precisión, repetidas hasta que, en el parque, para ellas, los demás sonidos se acallaron. Cuando la melodía se hizo agua, las notas comenzaron a espaciarse, y los contrastes entre los graves y los agudos se hicieron más tirantes; sola, la melodía se fue desplazando hacia los últimos trastes de la mandolina. Algo dictaba la música, el tacto preciso de Dalia sobre cada cuerda, y a la existencia, en medio de la música, de su duración, le faltó la falta. El espacio urbano aireado de Azul había sido el plan para el fin de semana. Los cómplices musicales de Dalia habían planeado una fecha con su banda en el pueblo natal de Sebastián, que hacía de guía oficial. En el fondo de una casa lentamente prepararon un sonido enclenque. Allí, planeaban que la disposición generosa del hogar y las horas chiclosas que habilitan las vacaciones guarecieran a los raros del pueblo. “Aquelarre queer” era el nombre que se les había ocurrido para el mitín heteróclito que imaginaron: el infaltable y siempre desilusionante número de stand up, una pequeña obra de temática marica, y a altas horas de la noche la banda, que prometía baile y clima de aprete. El menú ofrendado a quien asomara su nariz, por el sólo hecho de exponerse a la habladuría que seguramente el evento traería consigo, era el de papas a la parrilla: así nomás tiradas al fuego, esperando que la cáscara fuera una coraza suficiente para separar un núcleo comible, cocido y blando. Lea tenía dificultades para lidiar con ese tipo de situaciones. La perspectiva de una fuga de la ciudad siempre la atraía, y es verdad que los shows que daba la banda congregaban a una multitud que magnetizaba su curiosidad entre sociológica y literaria, con la cual venía también una tenue frustración de no saber luego qué hacer con ella. Pero también se sentía suelta, como de sobra. Y oscilaba, en las situaciones sociales en general, entre la inmersión total y la obediencia impaciente al llamado interior de “ya no hay nada más que ver por aquí”. Consciente de que, efectivamente no era el centro de la escena y que tampoco le correspondía serlo, se entregó al remedio usual en esas y otras ocasiones: se copeteó hasta la médula. Vaso en mano, mató el tiempo hablando con un hippie que rechazaba las aristas más combativas y barderas de las consignas anti-heterocisexistas que se lanzaban desde los micrófonos, haciendo énfasis en la concordia universal ya pensada desde tiempos inmemoriales por los astros en sus regulares e imperturbables tránsitos. Intentando evitar la virulencia que hubiera cargado sus palabras si con sinceridad daba su parecer ante tan pánfila y adormecida concepción de la vida, prefirió callar y retirarse a “cambiar el agua de las aceitunas”. En el silencio, la borrachera se hacía peor: trazaba sus surcos en las profundidades que, al ser buceadas sin interrupción de ninguna seña externa, ocultaban palabras cizañeras: ella no pertenecía ahí; nunca podría pertenecer ahí. A su alrededor la vida popular bullía: vasos de plástico resguardando cerveza caliente, un sonido atado con alambre, de pésima nitidez, tres pibitos vestidos de negro, contando el mango para ver cómo sorteaban la noche, cómo harían para volver a su pueblo tras el periplo nocturno, desviado de su vida baqueana. ¿Era así, eso pasaba? No podía confiar en sus descripciones, en sus percepciones: mejor, las objetaba, no las soportaba. Cada palabra pronunciada por la cascada racional de mierda que la recorría la devolvía a su soledad, a su no pertenencia, a un sentimiento de origen social elevado, que detestaba y la hacía sentir culpable, enfrentada con las murallas impenetrables de lo popular, ese enigma. Fue en ese momento que decidió alejarse. Ya veía venir la constricción en el pecho, la garganta tensa, la dificultad en seguir bajando la cerveza, que, fatal, bajaba, seguía bajando. Un farol amarillo iluminaba la entrada de la casa. Más allá, la luz retaceaba, y hacía allí se dirigió. Sin sentirse parte del pueblo, agradeció su vacío, su irregular dispersión. El solaz estaba cerca, las gentes lejanas. Apenas la luz dejó de marcar su silueta, se sentó en cuclillas y se largó a llorar. El silencio en derredor le permitía poder sollozar, con angustia, sin tener que contener sus sonidos, sin percibir el tiempo, ése cuyo paso había creído poder engañar sorbo tras sorbo pero que, ahora, revelaba que esa periodicidad oral era un cronómetro: la medida tomada cada vez de cuánto podía soportar su extranjería. —¿Qué pasa, mi amor? Dalia se arrodilló y la abrazó casi con desesperación. Intentaba desocultar el rostro de Lea, perdido entre sus brazos cruzados, que lo rodeaban como una fortaleza defendida también por sus rodillas por ellos entrelazadas. —Yo no soy de acá. —¿Qué decís? Dalia esperó un segundo una respuesta. —Yo tampoco —agregó. —Vos te manejás cómoda acá… Yo me siento muy sapo de otro pozo. El tiempo juntas le permitió a Dalia una traducción aproximada de esas palabras, un atisbo de su significado y, casi con la misma velocidad, abonaron a un cierto tedio que, de todos modos, intentó matizar, por amor. —Ninguna situación le corresponde a nadie. No hay lugares a los que se pertenece. Acá estamos todos juntos, y no hay guión correcto. Hay estar juntos, y ésa es la situación, eso es lo que pasa, eso es lo que va pasando. Lo otro es una idea tuya; acá nadie pide papeles de clase, Lea. Acaso haya sido la personalidad magnética de Victoria, o su deseo de profundizar en esos dos autores que le parecía que lograban desandar, zafarse de los recovecos más conservadores y normativos de la teoría y práctica psicoanalítica. En todo caso, que Mariano, su cómplice fundamental, también hubiera decidido dedicar un sábado tempranero de por medio a la lectura grupal de Mil mesetas fue lo que la decidió aquel sábado de abril a mandarse con la bici enclenque -que tenía que arreglar, se recordaba vez tras vez sin hacerlo- para Belgrano. Sabía que estaba llegando tarde, y optó por comprar facturas en el camino, un poco a modo de disculpas, otro poco porque no había llegado a desayunar nada. Tocó timbre y esperó. Bajó a abrirle una chica que tendría su edad, se movía de modo enérgico, como resuelta. Apenas le abrió, la impactó lo grave de su voz. Una vez en el departamento, comenzaron las presentaciones oficiales, ritmadas por mates, pausadas de tanto en tanto por la deglución de una factura. Ahí supo su nombre -Lea-, y que era socióloga. Por su parte, cuando le tocó su turno ella también tuvo que delatar su profesión, pero decidió también traer a colación el feliz desvío que estaba viviendo con la mandolina. Por su parte, Victoria dirigía de manera desordenada la batuta, y pautó un cronograma de lecturas. También apuntó algunas de las preguntas de los presentes, en su mayoría psicólogos. Había entusiasmo en el aire, y Dalia aprovechaba la algarabía general para mirar de tanto en tanto, de reojo, a la chica de voz grave, cuyas intervenciones eran, también, graves y serias: sesudas. Cuando bajaron, al finalizar la reunión, coincidieron en el método de transporte elegido: ella tenía una bicicleta azul, inglesa y casi reluciente. Ante el halago de su rodado, Lea le dio una respuesta que la descolocó: “Digamos que la tomé prestada sin que sus dueños lo sepan”, dijo, mostrando una sonrisa plena. Y se alejó, primero por la vereda, evitando el empedrado, y luego bajó a la calle, hasta perderse en una esquina. Dalia se estaba yendo con Mariano a una reunión de otro proyecto delirante que compartían, una revista sin forma sobre la que hacían confluir sus intereses por la música, la literatura, el odio al psicoanálisis como dispositivo normalizador. Mariano la miró, pícaro: —Te gustó. —Me enamoré de las cicatrices en sus piernas. Habían decidido ir a una movida de banditas indies por un centro cultural medio clandestino, que tenía la virtud de tener un espacio grande y un sonido bastante nítido. Sobre el escenario, cuatro varones creaban un ambiente envolvente con sintes y teclados electrónicos; de tanto en tanto una guitarra completamente distorsionada cortaba las ondas de aire e imponía nuevos continentes sonoros. La música fluía, se imponía nota a nota. Los ojos sobraban, de tanto en tanto Lea los olvidaba: los cerraba y la conexión con el mundo era sonora y táctil, cada centímetro de la parte delantera de su cuerpo pegado al de Dalia, con un calce casi perfecto, rodeándola con sus dos brazos sobre sus hombros, su mejilla izquierda rozando su rostro, a veces escabulléndose más cerca de su cuello, siempre acompañando, las dos, el tempo con los pies, los pies firmes, arraigados a la tierra, acá. Cuando la máquina de detener el tiempo dejó lugar al silencio y los aplausos, se separaron para ir a comprar una cerveza. Al retornar con un vaso de litro casi lleno, más allá de la oscuridad ambiente, Lea notó que la cara de Dalia estaba transfigurada. —Está Romi. La ex de Lea. O la ex que había sido parte de los largos prolegómenos a su relación, que durante mucho tiempo fue de a tres. Dalia había sido paciente, o persistente, o ambas; Lea se tomó su tiempo para vivir su confusión, hasta finalmente quedar obnubilada por la evidencia de su amor por Dalia que, no por eso, borraba el amor que sentía por Romi, superposición que dio lugar a innúmeros vericuetos y, también, al cansancio de los pocos pero cruciales amigos que escucharon sus devaneos, sus dudas. La presencia de Romi en ese lugar era más cortante que cualquier cuchillo, que cualquier distorsión. Para Lea esa escena -ellas dos juntas, Dalia y ella- era la escena que Romi no tenía que ver. No la tenía que ver. Y decidieron irse, escabullirse entre la multitud anónima. Ya devueltas al espacio abierto de la noche, el silencio las acompañó por algunas cuadras. —Perdón… Ya sabés que me gustaría resguardar a Romi de esta escena. —Yo no sé cuánto tiempo más puedo soportar que lo que supuestamente se terminó no se termine. —Todo se termina en algún momento. Incluso esto. —No soporto tu ánimo de duelo. Eso de andar llevando la finitud a flor de piel con todo. Así no se puede —y calló. Estaban llegando a la casa de Lea, que maquinalmente tendió a abrir la puerta. —No quiero entrar. Me voy a mi casa. —¿Por qué? El silencio estaba lleno de palabras, tantas que se agolpaban por salir, sin lograrlo ninguna. Dalia se sentía harta de decir lo ya dicho, otra vuelta de tuerca. —No te vayas —le rogó Lea—. Esta es tu casa. Y le dio la llave.

  • La palabra anarquista / Anónimo

    a la escritura hipnótica de Christian Ferrer “Creyeron que leer y escribir era una tarea urgente y liberadora y que anarquistas se hacían al contacto fugaz de las letras de un periódico. O desde el oído, apenas al exponerse al voceo de un orador ardiente. La palabra crea anarquistas” Laura Fernández Cordero, Amor y anarquismo Este escrito tiene una relación ambigua con la anarquía. Tanto es así que es dudoso que esa deba ser la palabra que se use aquí. Se ensayó “an-arquismo”, “anarchismo”, incluso “anarjismo”, siempre intentando remitirnos a la etimología de la ausencia de arché. Pero las excentricidades alejan las palabras de la vida. Agamben decía que entre el nombre y el misterio hay una relación excluyente: hablamos solamente para decir el misterio, pero si confundimos el misterio con lo que decimos dejamos definitivamente de hablar. Hablar raro, hablar misteriosamente, no interesa en absoluto. La palabra, entonces, es anarquía. Y todo sucede como si su imposición obligara también a asumir su historia, a recibir lxs antepasadxs que evoca. Sean, pues, bienvenidxs, con todas las afinidades y el rechazo que puedan producir. Como todo aquello que carece de fundamento –que carece de arché– solamente puede hablar a partir de un llamado. No intenta convencer a nadie sino tomar la palabra para dar lugar a algo que exige hacerse presente. Se habla con la confianza en esa exigencia, en que es algo vivido. Qué es lo que exige poco importa, sea el Ser, el amor, el odio, la vida, la política, acaso Edipo. Como ha dicho también Agamben, la exigencia “no se refiere al ámbito de los hechos, sino a una esfera superior y más decisiva, cuya naturaleza puede cada uno de vosotros precisar a su gusto”.[1] En Cabezas de tormenta, Christian Ferrer ha escrito que en el anarquismo está en juego el “milagro de la palabra”.[2] Una palabra que llega en un momento, que dice a veces lo que nadie quiere decir, que habla de aquello que nadie encuentra, que señala lo que se quería ignorar, que invita a lo inverosímil, que parece llegada de otro planeta con un lenguaje totalmente extraño y que, sin embargo, enciende la vida. Una palabra que toca y, de modo inesperado, lo cambia todo. No porque convenza sino porque entra en contacto con algo que ya estaba ahí, con la exigencia. Se sumerge en la vida diaria hasta tocar algo y lo atrae, como lxs amantes que se tocan y provocan un incendio. Más que una doctrina, si es algo que carece de fundamento, la palabra anarquista quizás sea algo así como el nombre de un fenómeno extraño. Como los insultos, los chistes o el te amo, algo que no tiene nada que ver con su contenido sino con lo que sucede al decirlo. La palabra anarquista: milagro de las vidas que se encienden ante la exigencia en una situación, y después ya veremos. La libertad Es sabido que el anarquismo posee deseos de libertad, y ésta, las más de las veces, es interpretada en términos de egoísmo. Deseo a veces romántico, pero que no conoce las “verdaderas” preguntas: las de la organización a nivel macro, las de las grandes regulaciones económicas, entre otras. Roland Barthes dijo una vez que sería ridículo imaginarse en el lugar de un juez siendo “alguien que, etimológicamente hablando, es ‘anarquista’”.[3] La etimología, la procedencia de la palabra anarquía es el término griego arché: el origen, el principio, el fundamento. “El término griego arché tiene dos significados: significa tanto «origen», «principio», cuanto «mando», «orden». Así el verbo árcho significa «comenzar, ser el primero en hacer algo», pero también «mandar», «ser el jefe»”.[4] Estos dos sentidos se reúnen, hay un vínculo entre comenzar y ordenar: “es eso que comanda y gobierna no sólo el nacimiento, sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación y la transmisión –en una palabra, la historia– de aquello a lo que ha dado origen”.[5] Si lo anárquico carece de fundamento quizás sea, por empezar, porque no se propone a sí mismo como fundamento: habla sin ordenar, llama sin someter, se sustrae a la obligación de comenzar. ¿Qué es la exigencia de libertad de quien no se quiere proponer como modelo, quien no quiere ser fundamento, quien no quiere ordenar? Partiendo de esta etimología no resulta obvio qué se entiende por libertad. Barthes aclara por qué lo dijo: “se llama libertad no sólo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie”.[6] Se descarta una definición demasiado obvia: la libertad consiste en sustraerse del poder, en que no nos gobiernen, en cierto ejercicio que a veces se superpone con el individualismo. Es cierto que hay algo de eso, pero ahí no acaba la cuestión. Barthes nos dice que uno de los nombres de la libertad es el no someter a nadie. Mi propia libertad está en juego cuando me rehúso a someter. Quizás sea cierto eso que dijo Agamben una vez, que un poder cae cuando ya no emite órdenes. Si las órdenes existen, siempre habrá alguien que obedezca. Y, por otra parte, ya sabía Rousseau que “es muy difícil reducir a la obediencia al que no tiene el menor interés en mandar”.[7] La palabra anarquista: habla que extrae su libertad del deseo de no someter a nadie. El presente ¿Qué hace que, a veces, pueda pasarse por alto el espanto presente en nombre de un futuro que vendrá, en nombre de Godot? Diseñar el futuro, imaginar cómo querríamos que fuera, muchas veces no se lleva bien con el deseo de no mandar. La idea de vanguardia, en cierto sentido, implica la idea de fundamento, de comienzo. También, la de una jerarquía de las luchas: un centro, una periferia, una línea unificante. Foucault ha dicho que las luchas transversales, aquellas que no se delimitan por países o gobiernos, aquellas que resisten a distintas formas de sometimiento, “no esperan encontrar una solución a sus problemas en una fecha futura (esto es, liberaciones, revoluciones o fin de la lucha de clases) en comparación con la escala teórica de un orden revolucionario; se trata de luchas anarquistas”.[8] La palabra anarquista no se siente cómoda en el llamado a la espera. Inventar algo, prestarse como laboratorio para vivir hoy de otra manera, es ya una cuestión inmensa. Puede entenderse de modo marginal, pero, como decía Christian Ferrer, si no hubiera existido el anarquismo la imaginación política sería aún más pobre de lo que ya es. Emma Goldman escribió en 1914 que “ya sea que el amor dure un momento o una eternidad, es la única base para de creatividad, inspiración y dignificación”.[9] Desde luego la unión libre por oposición al matrimonio es una cuestión anarquista. Cuesta imaginar que el hecho de que un vínculo dure tanto como el deseo, y luego termine y ya, haya tenido que ser una reivindicación, pero estas memorias encienden. Laura Fernández Cordero recupera en Amor y anarquismo una experiencia preciosa ocurrida en 1890. Se hizo en Brasil un experimento que buscaba probar la viabilidad de la organización de la vida cotidiana bajo la anarquía, sosteniendo una pequeña comunidad. En ella, una tal Eléda decide proponer el extraño experimento de compartir amor con dos compañeros. No es sencillo: “Aníbal sufre a causa del resabio indeseable de los celos; sabe que Eléda no es su propiedad, pero los prejuicios y el hábito todavía se ensañan con él la primera noche que duerme con Cardias”.[10] Finalmente el malestar se supera y el experimento se sostiene, pero poco importa eso. No se trata de la instalación de una vanguardia, de la nueva moral de cómo deberíamos vivir. En todo caso, de sentir que ese problema existió en 1890, que hay quienes se dedicaron a inventar otras formas de vida. No como promesa para mañana sino como algo que se desea hoy, acaso algo que no se sabía que podía desearse. Si los ejemplos sirven de algo, decía Ferrer, también es para sentir cómo en los últimos cien años ha decaído “la capacidad humana para anhelar e imaginar libertades”.[11] Se podría decir: pero, ¿y qué pasaría si todo el mundo viviera así? Pregunta sin sentido, pues, para dirigirse a todo el mundo, es necesario mandar, postularse como fundamento. La palabra anarquista: invitación amorosa a tentar al presente. Las moléculas Se ha dicho mucho del atomismo de la anarquía, del individuo egoísta, del deseo del yo. Sin abusar de Deleuze y Guattari, sin abandonar la palabra cotidiana, antes que los átomos, quizás habría que hablar de las moléculas anarquistas. No insistir en que esas cosas tengan que ser una –una persona, un deseo, un impulso, una voluntad, una libertad– sino en que no están tomadas por un conjunto rígido. Pasó mucho tiempo hablándose de las incoherencias y el caos de las vidas anarquistas, lo que a veces desde luego es cierto, pero la imagen es la de un átomo alocado que no dejaría de ir hacia todas partes y ninguna. En cambio, podría pensarse de otra manera. Un cuerpo, numéricamente uno, pero que está en un intercambio de moléculas con su entorno. La palabra anarquista toca esas moléculas sueltas: a un momento dado, una palabra que llega nos hace descubrir que, en contra de esa identidad unitaria que pensábamos que éramos, tenemos que ver con tal cosa. Ciertas moléculas son atraídas por una situación: somos un artesano en el Bolsón, pero descubrimos ciertas moléculas mapuches. El error sería pensar que Santiago Maldonado decide ir de aquí para allá, cuando es la situación la que exige, la que convoca a los cuerpos a hacerse presentes. ¿Qué es una vida anarquista? Quizás, una vida absolutamente tomada por este intercambio con el mundo, que no puede detenerse sobre sí misma sin verse arrastrada a cada situación que lo exige. No es una, son muchas vidas, tantas que un solo cuerpo las más de las veces no las resiste. Si conocemos ese vértigo, en cierto sentido, es porque conocemos la palabra anarquista. Es porque, hasta cierto punto, sabemos que actuamos de mala fe. La buena noticia es que aquí no hay moral: no hay modelo de vida anarquista a la cual deberíamos ajustarnos. Es simplemente una exigencia, una suerte de zumbido en el oído: ¿así vamos a vivir nuestra vida? Cuesta sentir la exigencia de esa pregunta sin el peso de la moral, sin suponerle una buena forma a la que acercarnos, respecto a la cual deberíamos corregirnos. Lo cierto es que no todas las vidas son anarquistas. En general, vivimos pocas vidas. La pregunta funciona a ese nivel: usted, átomo, individuo, ¿es o no es anarquista? Así llegamos al romanticismo, al altruismo paradójico, a las pasiones alocadas, a la incoherencia. Otra pregunta sería quizás más llamativa: ¿tiene usted la seguridad de conocer todas las moléculas que componen su cuerpo? La palabra anarquista llama, y eso que atrae no es necesariamente una vida anarquista, a veces son solamente un par de moléculas. Una persona, una vida, como un centro de gravedad alrededor del cual orbitan algunas moléculas algo perdidas, disponibles para entrar en composición con algo del entorno. Escuchamos la palabra anarquista y, de modo inexplicable para la unidad del individuo, algo atrae, algo afecta, algo exige. La policía asesina, todos los días, pibes y pibas en los barrios. ¿Nadie siente un nudo en su cuerpo, un hilo tenso que toca y arrastra que, al mismo tiempo, es retenido por la pesadez de un cuerpo demasiado unido, sin ánimos de perderse? El discurso de los fundamentos engendra la culpa: usted debería estar haciendo algo al respecto. Así, se vuelve palabra reactiva: “¿y qué voy a hacer yo, si soy empleado en un banco?”. La palabra anarquista no hace eso, dice otra cosa: usted desearía estar haciendo algo. Carente de órdenes, sin someter a nadie, penetra hasta lo más hondo porque no hay nada que oponerle. Exige, pero no exige nada en particular. Incluso, se diría, no exige nada que no esté en parte ya ahí: si la palabra toca, si tironea, es porque ya estaban allí las moléculas. Es una cuestión de contagio, de entusiasmo, el dibujo de un círculo mágico. La palabra anarquista: invención de un laboratorio que expone lo que nos compone, de qué somos capaces. La toma de la palabra anarquista Uno de los grandes problemas al tomar la palabra es el del comienzo. ¿Por dónde empezar? Es la fascinación salvaje de los cuentos de Raymond Carver: como una inyección de urgencia, todo sucede lo suficientemente rápido para que no tengamos tiempo de saber que hemos entrado a alguna parte (acaso sus finales abruptos, su filo decisivo, sean una suerte de antídoto por el hecho de, a pesar de todo, haber tenido que comenzar de alguna manera). A Foucault le era insoportable empezar: odiaba los prólogos, los omitía cuando podía y, al mismo tiempo, tenía una extraña fascinación por los comienzos. Al tener que tomar la palabra en su lección inaugural siente esta incomodidad y nos dice: “me hubiera gustado anoticiarme de que al momento de hablar una voz sin nombre me precedía desde tiempos remotos”.[12] Si la palabra anarquista despliega una atmósfera donde nuestras moléculas comienzan a alborotarse, el problema es por dónde empezar. A John Cage le gustaba recordar que la cualidad más bella de la atmósfera es que no se centra en ninguna parte. De algún modo comenzar es proponer un centro, un arché. Ausentarse de ese sitio es una de las grandes dificultades de la palabra anarquista. La historia, como pensaba Foucault, tiene la posibilidad de mostrar que no hay fundamentos necesarios de los modos en que vivimos. Escuchar una historia puede ser la ocasión de descubrir que es posible vivir de otra manera. Anoticiarnos que las cosas no siempre han sido así, que son contingentes, es ya algo de inmenso valor. Incluso la fábula del Rousseau del segundo discurso: para sacar a la luz que no hay un fundamento de la desigualdad, que esta es contingente, nos habla de “un estado que ya no existe, que tal vez nunca ha existido, que probablemente no existirá jamás”.[13] Nos cuenta una historia y, al escucharla, dedicada a su contemporaneidad, se introducía por los oídos bañando los cuerpos de una nueva noticia: ¡es cierto, quizás no tenga que ser así! Y bien, como dice Christian Ferrer, resulta que “los anarquistas creían. Eso es un don que no se le concede a cualquiera”.[14] Hace falta amar mucho la vida que cuida una historia para saber que no se nos miente, que se eligen las palabras para encender el deseo de vivir. Y, sin embargo, tampoco puede decirse cualquier cosa. Como ha dicho Agamben, no sería creíble ningún relato que no tuviera ya ninguna relación con el fuego, con la calidez y el ardor sentido de la vida a la que invita hoy, en el mundo tal y cual es, con los deseos de los que somos capaces. La toma de la palabra anarquista parte de este rodeo que no desea comenzar pero sí llamar, que no intenta convencer pero sí dar con el tiempo histórico al que se dirige. Toca el cuerpo con la oscuridad de lo intolerable, de lo urgente, de lo que no admite más demora; seduce el alma con el brillo del deseo de averiguar de qué somos capaces. Dice cosas que nunca pensamos que íbamos a escuchar y que, una vez que las oímos, no podemos volver a imaginar nuestra vida sin ellas. En esa tensión, el misterio de su eficacia, el milagro: la palabra crea anarquistas. * Publicado originalmente en la Revista Diógenes (https://revistadiogenes.com) [1] Agamben, G. (2014) El fuego y el relato (trad. Kavi). Bs As, Sexto Piso, 2016, p.67. [2] Ferrer, Ch. (2004) Cabezas de tormenta. Buenos Aires, Utopía libertaria, p.79. [3] Barthes, R. (1977) “Lección inaugural” (trad. Terán) en El placer del texto y la Lección inaugural. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p.102. [4] Agamben, G. (2017) Creación y anarquía. La obra en la época de la religión capitalista (trad. Molina-Zavalía y D’Meza). Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019, p.81. [5] Agamben, G. (2017) Creación y anarquía. La obra en la época de la religión capitalista (trad. Molina-Zavalía y D’Meza). Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019, p.83. [6] Barthes, R. (1977) “Lección inaugural” (trad. Terán) en El placer del texto y la Lección inaugural. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p.96. [7] Rousseau, J-J. (1755) Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (trad. Masó). Madrid, Gredos, 2014, p.195. [8] Foucault, M. (1982) “El sujeto y el poder” en Dreyfus, H.L. y Rabinow, P. Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica (trad. Paredes). Buenos Aires, Nueva Visión, 2001, p.244. [9] Goldman, E. (1914) “Matrimonio y amor” en La tragedia de la emancipación femenina y otros textos (trad. Traductoras e Intérpretes Feministas de la Argentina). Buenos Aires, Red Editorial, 2019, p.72. [10] Fernández Cordero, L. (2018) Amor y anarquía. Experiencias pioneras que pensaron y ejercieron la libertad sexual. Buenos Aires, Siglo XXI, p.108. [11] Ferrer, Ch. (2004) Cabezas de tormenta. Buenos Aires, Utopía libertaria, p.50. [12] Foucault, M. (1970) L’ordre du discours. Leçon inaugurale au Collège de France prononcée le 2 décembre 1970. Paris, Gallimard, 1971, p.7. [13] Rousseau, J-J. (1755) Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (trad. Masó). Madrid, Gredos, 2014, p.129. [14] Ferrer, Ch. (2004) Cabezas de tormenta. Buenos Aires, Utopía libertaria, p.23.

  • Fijman y los “estados manicomiales" / Sebastián Salmún

    “¿Es la soledad de las almas que vagan en un infinito sin dioses, o es el horror de ser devorados los cuerpos como carne para perros lo que marca el espíritu de estos días?” Vicente Zito Lema. La ciudad del maldolor. Este texto está dedicado a la memoria del poeta y de todas las voces omitidas por las máquinas de la normalidad. La edición de la poesía completa pertenecientes a Jacobo Fijman (1898 - 1970) fue recuperada hace pocos años[1]. Efecto de la censura institucionalizada, del oprobio de la marginalidad estandarizada, su obra, bellísima, descarnada, irreverente y actual, fue expulsada (como lo fuera él, en su momento[2]) de las bibliotecas de la literatura argentina. Una obra, la de Fijman, encerrada en los moldes del silencio, en los métricos algoritmos de la amnesia, en los rastros sin huella del acervo popular ¿Acaso como consecuencia de la crueldad naturalizada? ¿Acaso como excomunión maldita perpetrada por la moral y sus feligresías? Al mencionar a Fijman, damos cuenta de la política de la estigmatización: ese mezquino modo de marginar (con toda normalidad) a los llamados “anormales”, de aprisionar a los inquietos, y por extensión subrogante, de medicalizar a los niños, de controlar a los jóvenes, de patologizar a la vejez. Y esta política expulsiva del desamparo crónico, término que “declara vidas acabadas, carcomidas por males definitivos, intratables” (Percia, 2018: 17) enuncia, en su tenaz mortificación, la necesidad de otras políticas. Pero ¿Qué tipo de políticas? Políticas públicas en salud pública y salud mental que tengan en cuenta los efectos deletéreos de la segregación y su contracara el encierro institucional. Recordemos que Jacobo Fijman murió en el Hospital J.T.Borda de la Ciudad de Buenos Aires luego de estar internado durante 30 años. En su vida como poeta, tuvo la dicha de ser invitado por otros referentes literarios de la época a conocer Francia en tiempos en donde París era la capital del surrealismo mundial. El impacto de su quehacer artístico era notorio. Perteneciente al grupo cultural “Martín Fierro”, nos cuenta Vicente Zito Lema[3] “es el filósofo Samuel Tesler del Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal que compartió trabajo con grandes poetas y periodistas de su época, fue amigo de Oliverio Girondo, de Marechal, de Enrique Molina, de Pablo Neruda. En un momento llegó a tener un reconocimiento muy importante en la literatura y en el periodismo argentino, pero también es cierto que sufrió ciertos desequilibrios espirituales que lo llevaron primero al aislamiento de sus amigos y compañeros escritores y poetas de la época y que termina olvidado y dado por muerto en el Hospital Borda”. [4] Decíamos que Jacobo Fijman vivió 30 años en el Hospital Borda. 30 años no dura una internación sino una política decidida de encierro y rechazo de la que Fijman fue “portavoz”[5]. ¿Qué sentido tiene una internación si la vida se prolonga años y años en la institución? ¿Cómo repensar la denominada desmanicomialización? ¿De qué manera hacerle lugar a la externación mediante la astucia del “desinternarse” (Lespiaucq, 2018: 89)? Agrega Fijman[6] unas palabras que nos debieran orientar: "Los médicos no entienden esas cosas, se portan fácilmente bien pero no pueden ser lo que no son. Simplemente toman la temperatura de la piel, dan pastillas, inyecciones, como si se tratara de un almacén. Y olvidan que en el fondo es una cuestión moral y es que no existe nadie que pueda entender la mente”. Concluye: “Sin embargo no los odio, hacen lo que pueden. Lo terrible es que nos traen para que uno no se muera por la calle y luego nos morimos aquí” “Poetas indeseables/Los que parecen vagabundos/Los delirantes desdentados/Son las antenas de otros mundos” canta Tabare Cardozo. Rectificamos un fragmento: son “las antenas de estos mundos”. La precariedad institucional del manicomio se tradujo simultáneamente en la violencia de dejar morir desalojado de la memoria de las letras colectivas. Ese estado manicomial, nos advierte Ulloa cuyo gradiente más voraz es el abandono y la apatía. Morir en el manicomio, vivir en la mortificación. La desidia puede arrasar con las vidas en la captura temporal que se detiene en las a veces desmesuradas formas institucionales normativas. ¿Y si no hubiera a dónde ir? ¿Y el “después”? Esa ausencia de lugar, esa brújula rasgada como un espejo roto, esa tierra desértica donde solo resta sobrevivir tragando arena y escupiendo tiempo es quizás. lo que podríamos empezar a narrar[7]. Ese vacío “legal” del Estado y sus manicomios interpelando los “estados manicomiales”. Ese vacío que empuja a situar (con la ley de Salud Mental y su imprescindible aplicación), bordar, bordear. “¿A quien llamar?” se pregunta el poeta. “A quién llamar desde el camino/ tan alto y tan desierto?”. Agrega “Se acerca Dios en pilchas de loquero/y ahorca mi gañote”. Concluye “Piedad”. ¿Es este el momento de empezar a responder el llamado? Si. Por supuesto que sí. Bibliografía Fijman, J (2005). Poesía Completa. Ediciones del dock. Buenos Airres. Gonzalez, H (2018) “Vicente Zito Fijamn” Recuperado en https://lateclaenerevista.com/vicente-zito-fijman-por-horacio-gonzalez/ Lespiaucq, M (2018) “Las palabras”. En Después de los Manicomios. Buenos Aires. La Cebra. Percia, M (2018) “Corajes que atraviesan portadas”. En Después de los Manicomios. Buenos Aires. La Cebra. Ulloa, F (2012) “Salud ele – mental”. Buenos Aires. Libros del Zorzal. Zito Lema, V (2018). “Entrevista a Vicente Zito Lema El Cristo rojo: Jacobo Fijman es un poeta excepcional”. Recuperado en https://www.resumenlatinoamericano.org/2018/10/12/argentina-entrevista-a-vicente-zito-lema-el-cristo-rojo-jacobo-fijman-es-un-poeta-excepcional/ *Dice Fernando Ulloa respecto a los estados manicomiales: “que no necesariamente se dan en la institución psiquiátrica- suelen ser la consecuencia extrema del deterioro de la actitud y de la aptitud, pero en esos ámbitos constituyen, además , un arduo problema que obliga a permanecer muy atento, ua que se filtran por el menor resquicio en todo nivel de incumbencia, en general, el metodológico” (Ulloa, 2011: 140) [1] Fijman, J (2005). Poesía Completa. Buenos Aires. Ediciones del Dock. [2] La Resolución 180 del 11 de Mayo del año 1942 debido “al grave desorden al dirigirse en forma incorrecta y violenta al Sr. Secretario” determina prohibir “al Sr. Jacobo Fijman la entrada a la Biblioteca Nacional” (Idem). [3] Como afirma, lúdicamente Horacio Gonzalez (2018) “Vicente Zito Fijman” [4] Agrega Zito Lema “Yo de joven fui parte del movimiento surrealista, se hablaba de ese poeta, me dieron ganas de leerlo, lo hice y después quise saber si estaba vivo y fui investigando y buscándolo hasta que luego de más de dos años de búsqueda lo encontré abandonado en el Borda. Luché mucho porque se le reconociera realmente la dignidad como hombre y como artista. Tuve la suerte de que los dos últimos años, tras una muy dura pelea, en el hospital me permitieran que los fines de semana viviera en mi casa y así lo pude acompañar hasta su fallecimiento” . [5] Pichón Riviere plantea al portavoz como aquel que canaliza y padece en la voz, el sufrimiento familiar. [6] Afirma Fijman “no hay en mi poesía nada en contra de la gramática, y menos todavía en contra de los grandes estupores que nos presenta la vida. Pero a la vez presiento que en la poesía y en la locura hay un mismo soplo” [7] Ulloa afirma que narrar es una táctica necesaria para reinventar las instituciones de su mortificación.

  • Esa última pregunta. (undécima entrega de esquirlas del miedo) / Marcelo Percia

    Fracciones que piensan no corresponden a un todo designado con un número debajo de una barra horizontal. Se trata de quebraduras que gustan de la asociación de ideas. Llamamos asociación libre a una secreta voluntad que recoge piezas que quedan desperdigadas tras los naufragios de las noches. Asociación libre de sobornos de la razón. Eximida de tener que responder a una objeción que dice: “Pero esto, ¿qué tiene que ver?”. Algunos pensamientos esperan años un súbito instante que los piense. Cuesta arrancar. Desprenderse de adherencias que, como lastres, pesan e inmovilizan. Hace falta un primer movimiento. Pero cuando no se nos ocurre nada, ¿cómo darse envión para pensar? Al final, todo reside en si contamos o no con la propulsión de una cercanía que nos espera. Esquirlas lastiman y lastiman hasta que, al cabo, tras el paso de los días, el miedo –exhausto- cose las heridas con hilos de indiferencia. ¿Cómo ocurre que se llega a sentir la propiedad como un bien más sagrado que la vida? Cuánta violencia la de los posesivos gramaticales que cavan zanjas, levantan muros, alambran zonas. Casillas hechas con chapas, maderas, cartones, plásticos. Incendiadas y derribadas con topadoras. Humo de gases y estruendos de balas. Tierras yermas. Edificios en ciudades se levantan como inmensos nichos apilados. Cuesta seguir pensando. No alcanza con cuestionar la propiedad del capital y demás medios que producen riquezas e ideas que nos piensan; se necesita discutir en qué manos estarán los instrumentos de destrucción y cuidado de la existencia. Se suele decir mi vida como si se tratara de una materialidad territorial, como si se afirmara un bien, como si se declarara un mueble o inmueble sobre los que se tiene derechos. Se intenta acapararla como se hace con una posesión tangible. Ante la sola insinuación de que la vida no nos pertenece, nos comportamos como criaturas a las que se les quiere arrebatar un juguete. Escribe Juan L Ortiz (1937) “¡Qué torpes las palabras para las presencias misteriosas y ardidas!”. No alcanzan los trajes ignífugos para tantas afectividades encendidas. Combustiones de miedo dejan cenizas ateridas. Recuerda Ítalo Calvino (1983) que estamos hechos de sufrimientos y que, sin esas aflicciones vagaríamos, como carnaduras indolentes. Los mismos laboratorios que investigan vacunas, fabrican sustancias que regulan emotividades. Las vidas que se salven del virus, ¿sobrevivirán como robusteces insensibles? En sus Lecciones de Estética (1832-1845), Hegel escribe: “El variado colorido en el plumaje de las aves sigue resplandeciendo aunque no lo veamos, y su canto no se extingue cuando dejamos de oírlo. El cirio, que florece una sola noche, se marchita sin ser admirado en las soledades de los bosques del sur; y estos bosques mismos, trenzados de la más bella y exuberante vegetación, y mecidos en los más aromáticos olores, también se consumen y marchitan sin que nadie goce de ellos”. Hegel advierte que la vida acontece sin que nos demos cuenta ni lo sepamos ni nos deleitemos con ella. Cien años después, otra sensibilidad poética observa que tanto el aire como otras existencias ignoradas se llenan de esas felicidades que se dan porque sí. Escribe Juan L. Ortiz (1947) en Los perfumes solos…: “Cuánta dicha que se da para nadie, ay, para nadie. / Pero el aire se llena de ella y algo de ella debe llegar a sus criaturas, / a sus criaturas menos visibles o conocidas”. Se refiere a una dicha de azucenas rojas, ceibos encendidos junto a los arroyos, madreselvas florecidas en un rancho abandonado. Juan L. lamenta esos contentos cuando observa infancias rotosas, mujeres pálidas, adulteces que bajan los brazos. En tiempos de hablas del capital, mientras innumerables dichas se dan para nadie, desdichas seleccionan y organizan destinos. Desdichas aleccionan y disciplinan. En el mismo poema, anota: “Siento, sin embargo, la casi soledad de este perfume, / la casi pérdida de ese hálito feliz / o la casi frustración de ese sutil destino. / Pero cuántas cosas finas y flotantes no son recogidas / cuántos llamados de la tierra / a través de las criaturas que se ha dicho dormidas no son escuchados!”. La suave y apacible vida que levita se consume y marchita en una casi soledad. Los tantos días de la peste solicitan una común apertura entre sensibilidades que cuiden mundos que respiran. Entre ternuras que abracen y protejan desamparos. Entre receptividades que se conmuevan por la casi soledad de lo vivo que no habla. Griteríos, que interpretan y dictaminan desde las pantallas, no dejan oír llamados de una callada dicha que, sin embargo, espera una común llegada que viene demorada. Quizás estos tiempos se recuerden por la ausencia de una común decisión planetaria que impida dañar. No se necesitan ciencias para saber que los daños del capital, los daños de las crianzas, los daños del amor, los daños de la desigualdad, se intrican hasta estrangular la vida. Como ante el terror de Estado, ante la gestión y administración de las pestes no nos podemos olvidar ni distraer. Crueldades, prontas a ejercer sus poderes, siempre están a punto de retornar. Lo que pensamos, lo que nos hace pensar, nos llama por su peso, por su gravedad. Solicita atención. Pide que se lo considere. Lo preocupante no solo concierne a lo que perturba, inquieta, desconcierta; lo preocupante también incumbe a las dichas y bellezas. Lo preocupante no se desactiva con excusas, no se calma con consuelos, no se aplaza con distracciones. Lo preocupante, que hiere como un aguijón sin nombre, merece llamarse angustia. Escribe Heidegger (1952): “Lo preocupante de nuestro tiempo –un tiempo que da que pensar- se muestra en que todavía no pensamos”. La paradoja del pensamiento reside en que lo que da que pensar (y pide que lo pensemos) se resiste a que lo hagamos. Se escabulle, nos da la espalda, se retira, se repliega. Escapa al entendimiento, desconcierta a las formas con las que solemos razonar, inunda de extrañezas. Pensar quiere decir que hay algo que no sabemos cómo pensar. Supone la admisión de una zozobra. No saber qué hacer ni qué decir ante la demasiada muerte. Ante la vulnerabilidad, el desamparo, la incertidumbre, el desamor, la soledad. Cuando Heidegger señala que todavía no pensamos, advierte que evitamos saber lo que, si pensáramos, se intensificaría: aturdimiento, confusión, amenaza, desesperación. Tal vez pensar consista en habitar la angustia. Abrazar lo que no se sabe pensar, pensándolo sin saber. El virus está poniendo a prueba la posibilidad de una solidaridad planetaria. Lo mismo ocurre con la vacuna. Estamos viendo que, para muchas voluntades, el odio a un gobierno está antes que la decisión de un común cuidado ante los contagios. Todo lo que pasa no se puede imputar a los males que disemina la civilización del capital. Sin embargo, en nombre de la llamada libertad, el capital sigue procurando ganancias en medio del mal. Nos habitan imperativos de acumulación, insaciabilidades apropiadoras, angurrias que acaparan, voracidades depredadoras. Y, sin embargo, ¡qué cosa la gratitud! Da alegría la sola oportunidad de decirla. Casi nunca encontramos palabras para decir qué nos pasa. En ocasiones, por impaciencia, fatiga, desazón, adiestramiento, adherimos a términos que funcionan como sentencias. No conviene apresurarse en entender la proposición clínica que dice que nuestra labor reside en dar con las palabras que arropen el dolor. Dar la palabra puede consistir en darla sin decir, en darla sin nombrar, en darla sin etiquetar, en darla volviéndola a escuchar. Dar la palabra en sus indecisiones y temblores, en sus vacilaciones y en sus arrepentimientos, en sus suspensos e insinuaciones. Dar la palabra absteniéndose de darla cuando un nombre puede lastimar, reducir, confiscar, lo que se está viviendo. Pero, también, dar la palabra sin dudar, como torniquete silábico, cuando se trata de detener hemorragias sintientes que ahogan. Clarice Lispector (1977) interroga cómo nombrar lo que siente, escribe: “Si recibo un regalo dado con cariño por una persona que no me gusta, ¿cómo se llama lo que siento? Una persona de quien ya no se gusta más y ella tampoco gusta más de uno, ¿cómo se llama esa amargura y ese rencor? Estar ocupada, y de pronto parar por haber sido tomada por una despreocupación beata, milagrosa, sonriente e idiota, ¿cómo se llama lo que se sintió? El único modo de llamar es preguntar: ¿cómo se llama? Hasta hoy solo pude nombrar con la propia pregunta. ¿Cuál es el nombre? Es éste el nombre”. Algo único comienza en ese momento de expectación en el que se quiere nombrar lo que nos pasa y no tenemos palabras para hacerlo. En ese temblor sin nombre, en ese silencio sintiente, se pone en marcha el pensar que no sabe cómo llamar a la vida que fluye a raudales. Practicamos eso que alguna vez se llamó psicoanálisis para asistir a ese momento. ¿Por qué decir un común estar en lugar de estar en común? La expresión un común estar altera la sintaxis habitual, enrarece la expresión, sacude automatismos. No solo decide un énfasis. Persigue la invención de un sintagma. Marx y Engels (1846), al criticar la idea de ideología, advierten que no alcanza con cambiar las conciencias para cambiar la vida. Que combatiendo solo las palabras con las que el capitalismo presenta el mundo, no se termina con la materialidad de ese mundo que se pretende combatir. Cierto, cambiando la lengua no se cambia la vida, pero practicar deshabituaciones del habla puede servir para advertir y no consentir automatismos que embotan pensamientos. La expresión un común estar trata de sanear desgastes de lo común que sufren las palabras comunidad, comunismo, comunicación. A propósito del coronavirus, Nancy (2020) destaca que estamos expuestos a “un virus que nos comuniza”. Para Althusser (1970) ideas que nos piensan viven enraizadas en hábitos del habla y en prácticas corporales. Recuerda algo que Pascal dice más o menos así: “Arrodillaos, moved los labios en oración, y creeréis”. Interviniendo gramáticas, aunque no se cambie el mundo, se resquebrajan las ideas que lo sostienen. Haciendo la experiencia de un duelo, llevando en brazos una ausencia amada, Liliana Lukin (2020) escribe: “…y aunque estoy en este mundo, el adjetivo no es ‘mío’, / ni el verbo es ‘soy’, ni el pronombre es ‘yo’”. Pensamientos que hacen la experiencia del dolor profanan la lengua. ¿Por qué insistir en la arrogancia del yo cuando se podría decir esta carne, esta sed, este silencio, este puente por el que pasan dichas y pesares? Hace casi cuarenta años Diana Bellesi traduce un poema de Muriel Rukeyser (1980), quien con humor y feminismo, recrea el mito de Edipo. Escribe: “Mucho tiempo después, Edipo, viejo y ciego, vagaba por los caminos. Sintió un olor familiar. Era la Esfinge. Edipo la increpó: ‘Quiero hacer una pregunta. ¿Por qué no supe que era mi madre?’. Porque diste la respuesta equivocada”, contestó la Esfinge. ‘Pero era la única respuesta acertada’, insistió Edipo. ‘No -dijo ella- cuando pregunté, qué camina en cuatro patas a la mañana, dos al mediodía y tres al ocaso, contestaste el Hombre. No dijiste nada sobre la mujer’. ‘Cuando dices Hombre -replicó Edipo- incluyes a las mujeres también. Todos lo saben’. A lo que ella retrucó: ‘Eso es lo que vos pensás’”. Habitar una lengua supone habituarse a violencias y crueldades que esa lengua decide ignorar. Se puede hablar y pensar, complacientes con esa decisión o se puede tartamudear, enrarecer los vocablos, impugnar eso que los hábitos del habla callan. No se trata de pasar de la impotencia a la imposibilidad, sino de la impotencia al impoder. Urge descomponer los pares omnipotencia e impotencia, posibilidad e imposibilidad. Desamarrar la potencia de la prepotencia del yo. Afincarnos en un común impoder que, sin embargo, pueda sin poder. Por ahora, no se puede imaginar una existencia sin violencias. Pero se necesita tomar una común decisión: la de impedirse dañar. La de aprender a habitar la intemperie. La de inhibir el goce de la crueldad. Muchas conductas consideradas inapropiadas expresan, lo sepan o no, ofuscadas disidencias. Lo inapropiado, a veces, resguarda lo inapropiable. Eso que las normalidades no pueden aplanar, ni despojar, ni privar. Lo impropio, en ocasiones, afirma lo irreductible. De pronto una sola muerte da vuelta una página. Suspende miedos, estrecha y expande lo que queda. Junta barajas, retiene el aire, deja vacante el inicio de otra partida. Gratitud, embriaguez, brindis: tres palabras para decir lo que vamos a extrañar. Gratitud por potenciar la vida. Embriaguez por posibilitar el olvido de sí abrazándonos en un gol maravilloso. Brindis por levantar los brazos, entrechocar las copas, volver a desear lo brindado. Tanto en la ilusión como en el dolor. No conviene caer en la tentación de interpretar una vida, de deducir una personalidad, de ilustrar qué representa, de exaltar una excepcionalidad, de blandir banderas, de comparar y hacer paralelismos, de aplicar metáforas y alegorías. Solo importa esa común tristeza que se suelta, sin un contento. Hay momentos del no decir. Callar balbuceando compone una de las sabidurías del duelo y del respeto. En proximidad de la algarabía desgarrada de una hinchada que canta. Estar ahí, en vibrante silencio, doliendo en lo que el griterío siente. Escucho una entrevista en la que Diego se interroga si quienes lo quieren lo seguirán queriendo. Tal vez lo decisivo del pasaje por la vida resida en esa última pregunta.

  • Cimarrones de lo procedimental / Fernando Ceballos

    Clínicas cimarronas[i] del cuidado El cimarrón es aquel que entiende la libertad porque sabe de la esclavitud. Ha tenido las cadenas apretándole sus tobillos, y permitiéndole sólo pasos cortitos, diminutos. Pasos previsibles, sabidos, con ritmo de marcha, que no saltan, ni se abren, ni bailan, ni juegan, ni evitan el pozo visible del camino. Pasos que pisan los mismos pasos del mismo camino que conduce a la misma mazmorra repetida. Vida en libertad en rincones apartados (así la pensaban los cimarrones), en la práctica cotidiana las acciones intentan permanentemente esclavizarse a una lógica. Lo cimarrón nos propone una práctica clínica instalada en la experiencia y en el oficio, esa que intenta permanentemente salirse, fugarse de ese cause colonizador que enjaula palabras, acciones, discursos, espacios, tiempos, cuerpos. En la clínica, el cimarrón es ese que hurga, que tantea, que sale del centro y que acecha en las afueras, en las periferias, en los márgenes, en las fronteras en donde se producen resistencias que forjan invenciones que alientan y alimentan la fuga hacia la creatividad. La fuga es primordialmente un deseo de vida, un arrebato de vida en que se combina un saber liberador con el placer que ello significa. Esa fuga es el primer paso, la primera instancia de rebelión sin los grilletes conceptuales que nos adoctrinan y nos envilecen cualquier acto creativo en la cotidianidad. Luego viene la resistencia, ese momento oportuno para la construcción de nuevos conocimientos, nuevos saberes que nos ayuden a sostener y preservar lo que se ha construido a través esa estrategia terapéutica durante ese breve período de emancipación. Resistir significa, la búsqueda de un nuevo saber y un distinto placer.En realidad la historia del cimarronaje es la historia de las rebeliones audaces, creativas y continuas, orientadas por las ansias de libertad. Una guerra de guerrillas permanente, que a través del cuidado, horade las durezas de lo hegemónico generando porosidades que permitan asistir a construcciones más subjetivas que técnicas. El hospital general, lugar de la hegemonía médica por excelencia del sistema de salud clásico, no entiende acciones por fuera de lo procedimental y del consultorio, esa habitación tipo confesionario que termina con prescripciones médicas y moralistas que aseguran un disciplinamiento del que se somete a él. Por lo tanto menos va a entender cada dispositivo sustitutivo al manicomio, que garantiza derechos humanos elementales, y que buscan otras temporalidades y otras espacialidades más acordes al sufrimiento humano. Es por ello, que indefectiblemente cada uno de esos dispositivos comienza como cimarrón. Institucionalizarlos conlleva un trabajo monumental y agobiante de resistencia periférica, que la mayoría de las veces queda atrapado por el absoluto tecnoadministrativo y se va diluyendo lentamente hasta desaparecer; o puede tomar vida propia y ser incorporado como parte del trabajo cotidiano del oficio y sostenerse por la contundencia de sus respuestas clínicas que amplían el horizonte de las creaciones. Escapar de las rutinizaciones que nos imponen las disciplinas que achatan y acotan el pensamiento, es escapar de esas comodidades que nos promete el protocolo y nos acerca la técnica. Comodidades que nos permiten pensar hasta ahí, o no pensar más que hasta ahí. Un hacer en un infinito inacabado de acciones iguales. Un eterno limbo plagado de acciones normalizadoras y disciplinadoras. Un inmortal mandato hegemónico libre de discusiones, luchas y reflexiones. Tal vez por esto mismo, el poder de repensar esta cuestión recuperando la idea de acción a través del oficio, se nos presenta hoy como un ejercicio cada vez más necesario para escapar y liberarnos de esas amarras, buscando nuevas propuestas que nos acerquen a ese desierto, a ese monte, a ese inmenso mar de lo impredecible de lo que puede un cuerpo (a decir de Spinozza), para no caer en lo inevitable que nos proponen las cadenas y las condenas de lo procedimental. [i] En América, se llamó cimarrón a los esclavos rebeldes, algunos de ellos fugitivos, que llevaban una vida de libertad en rincones apartados (de las ciudades o en el campo) denominados palenques o quilombos. Posteriormente, en Cuba se adoptó preferiblemente el vocablo jíbaro para referirse a los cimarrones.https://es.wikipedia.org/wiki/Negro_cimarr%C3%B3n

  • De la (im)potencia / Gisele Luksas

    Al inicio de la pandemia redacté una suerte de manifiesto en defensa del lugar del analista en el ámbito de la salud pública (Luksas, 2020). Un debate que en muchos aspectos y espacios se da por superado. Y me pregunto: ¿Fue o es pertinente retomar estas discusiones que por momentos resultan hasta obsoletas? Reconozco que el plasmar estas ideas me sirvió para correrme de la perplejidad en la que estaba inmersa. Rescatar lo singular de cada paciente internado por covid fue la apuesta del equipo de Interconsulta de este Hospital. Como sostiene Roxana Gaudio: “propiciar allí el encuentro con nuevos modos de simbolización, de recomposición simbólica” (Gaudio, 2020). Hace algunas semanas escuchaba decir: oferta de la presencia pero también de la ausencia. Ofrecer incluso la posibilidad de “decir que no” a pacientes tomados por cuestiones de protocolo, aislados y con poco margen de decisión sobre lo que podían o no hacer. Durante estos meses de trabajo, se dió lugar a una escucha que soportó en algunos casos el temor de los pacientes por no saber el destino de sus familiares también internados, en otros la angustia por estar lejos de sus familias, la incertidumbre sobre su futuro laboral y la estigmatización que implicaría luego de la internación haber sido “portador de” ¿Qué decir allí? Me interrogo al igual que Sebastián Salmún: “¿Acaso el psicoanálisis aporta elementos en tiempos de esta crisis mundial llamada Pandemia?” (Salmún, 2020). Recordé entonces las palabras de Marcelo Percia: “No se trata de ‘hacer propio el dolor de otro’, sino saber estar en el súbito instante que disuelve fronteras” (Percia, 2020). En una de las entrevistas, una paciente me comenta que el fin de semana sería su cumpleaños, y me consulta: “Quisiera pedirte un favor, ¿podrás alcanzarme una torta hasta la puerta de la habitación?” Emerge allí un intento de libidinización en medio de tanto arrasamiento. Pensé en la referencia al gesto que traía Leila Wanzek y en una frase de Leonardo Leibson: “hay que erotizar la pandemia”, ambas escuchadas en un espacio de intercambio. Semanas después, escucho de parte de otra paciente la siguiente frase: “Ya que alguien se interesa por mí, tengo algo para decirte”. Relata muy angustiada que estaba preocupada por no poder pagar la medicación una vez que se externara. Además de covid también debía tratarse por hipertensión, diabetes y trombosis. Los médicos, estaban interesados en ese cuerpo y en mantener ciertos valores estables para poder darle el alta. Pero una vez más nos anoticiamos de que con aprehender sólo lo orgánico no alcanza. Los protocolos, hasta entonces destinados a la preservación del cuerpo biológico, se reconocen como insuficientes. Se necesita allí algo más: que esos cuerpos internados puedan ser visitados por sus familiares. Que no sean sólo cuerpos a la expectativa de un desenlace: el alta o el fin de vida. Para que emerja allí entonces, como propone Leticia Spezzafune, un intento por restituir “aquella marca en el orillo que nos brinda dignidad” (Spezzafune, 2020). A lo largo de este recorrido pandémico también surgieron barreras (sobretodo materiales) que dieron lugar a la impotencia, la cual fue necesario poner a trabajar dentro del equipo. Celebré allí las palabras pronunciadas en un conversatorio: “la salida de la impotencia es a través de la imposibilidad”. Entiendo que aquello que nos formulemos desde el binarismo de la subjetividad heroica o del dogmatismo del dispositivo analítico clásico, nos arrojarán a la impotencia. Comparto entonces una brújula leída hace tiempo: “podemos pasar, a veces, de la impotencia a la imposibilidad sosteniendo una causa que nos compromete con lo de todos, inventando soluciones inacabadas e inacabables. Podemos poder. No hay garantías, es un reto” (Ema, 2014). • Ema, J. Podemos poder: de la impotencia a la imposibilidad https://trazofreudiano.com/2014/01/29/podemos-poder-de-la-impotencia-a-la-imposibilidad/ • Gaudio, R. Sobre las marcas de un encuentro. Condición de investimiento y sostenimiento de la categoría de proyecto https://drive.google.com/file/d/1A_kHykreM9HFO5ymrg41WSUkCWkxjdxD/view?fbclid=IwAR3t9IZgMm2ktMG36kMFBr-90uuBKl1B9z55J7d-dMLE4XqdxAM79hcmgw4 • Luksas, G. Versiones del analista https://drive.google.com/file/d/17CrELGHs_SiEG8_wRSWxzfD53lIa-USa/view?fbclid=IwAR0KLKeq_zKt1SRQYXV6LlnAlg0HGSNfjpoOB-JWfQKrfkNOjX6oqEjawBA • Percia, M. Estas borrascas que nos suceden. Esquirlas del miedo http://lobosuelto.com/estas-borrascas-que-nos-suceden-esquirlas-del-miedo-8-marcelo-percia/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=estas-borrascas-que-nos-suceden-esquirlas-del-miedo-8-marcelo-percia • Salmún, S. Freud 1915 y 1920 https://drive.google.com/file/d/1N-JrtQIAxLK7NhoZK0G4_kksYrEQ3XXt/view?fbclid=IwAR0DmJDK0ZFE8fKrm-BeJJZeZQZsNSNE3B-N6TyTZy30Doz73tgykqrf4PE • Spezzafune, L. Obsolencia del contacto https://drive.google.com/file/d/1wrauYK9Umz2ylk7hkCqCsAqOYYJAQbdU/view?fbclid=IwAR2Fd6urBSejHfLsvJZ00yTFmiseUr3KNTXcIPWG9zMPaNSVl4R8boA6iUQ Idea original: Matilde Marín Dirección y fotografía: Matilde Marín Edición y sonido: Ignacio Laxalde Formato de proyección: mp4 Codec: mpeg Proporción: 1920 x 1080 FPS: 25 Sonido: Estéreo Duración: 4´ Ushuaia, Tierra del Fuego, 2011

  • Adynata Diciembre*

    ¿Dónde nos encuentra el doceavo mes de este año? ¿En qué carnaduras recaen las fatigas planetarias? ¿Cuántas sensibilidades saben que la vida está amenazada? ¿Qué enseñó la privación de los abrazos? ¿Cuántas penurias más podrá soportar la historia? ¿Hasta qué punto se multiplicarán fronteras en las ciudades? ¿Cuántos más campos de existencias condenadas a no tener cómo sobrevivir? ¿Hasta dónde habrá de llegar la obscenidad de la acumulación de capital en una centena de nombres propios? Llena de rabia que la repetida declamación escénica de la llamada humanidad organizada consista en proclamar que se debe cuidar la vida. Desconciertan y ofenden estas declaraciones, mientras laboratorios comercian con vacunas y muchísimas afectividades carecen de agua para lavarse las manos. ¡Qué bien hace el desahogo en una común protesta! Sin embargo, no alcanza con despedir amorosamente a un héroe caído. Urge habitar una vida sin heroicidades, sin excepcionalidades sobresalientes, sin triunfos ni castigos ejemplares. ¿Cómo saber si una premura moral resulta más de lo mismo o incita a discutir las mismidades? Tal vez intentar pensar de otro modo aunque no se pueda. Imaginar una vida sin identidades, sin obsesiones propietarias, sin lenguajes normativos, incluso sin nuestros sentimientos. Practicar el olvido de sí: hacer un llamado, invocar una común espera, un súbito arrebato de lo imprevisto.

  • ¿Qué es leer? Sentidos y narrativas de la pandemia / La Masotta

    *Editorial de apertura de las Décimas Jornadas de Psicoanálisis, Salud y Políticas. Crueldades Naturalizadas. La Peste del Silencio. Clínica y Política ante el porvenir organizadas por La Masotta. Leída por Paulina Díaz. En este año plagado de complejidades, advertimos en principio cierto estupor ante la idea de las décimas. Más allá del registro del inexorable paso del tiempo, parece que el sostenimiento de las Jornadas año a año de manera sistemática e ininterrumpida parece darle ese tinte de incredulidad. Pero crease o no: ¡Ha pasado una década desde la primera vez que se propusieron! Fruto de una apuesta de trabajo colectivo que se ha sostenido a lo largo del tiempo, las Jornadas siempre cuentan con referentes no solo del psicoanálisis y la psicología, sino de salud, educación, historia, cultura, economía, derecho, puesto que consideramos que la salud en general y la salud mental en su especificidad no pueden ser reducidas a los aportes de una sola disciplina. En ocasión de las décimas, no nos proponemos seguir lanzando secuelas de una película taquillera. No se trata de un cumulo o una seriación indefinida que repite formulas. Se trata, más bien, de un trabajo cotidiano que se propone sostener de discusiones grupales y colectivas, que su vez se cristalizan en la formulación de problemáticas que están en sintonía con la coyuntura, ¿Pueden acaso concebirse modos de trabajo, practicas clínicas o políticas por fuera de los procesos históricos y sociales que las atraviesan? Es por eso que a partir de de las octavas decidimos incluir un subtitulo que ponga de manifiesto una temática que oficie de eje transversal para los paneles. "La transferencia y el re-verso de las normalidades" en el año 2018 y "Cuerpos indóciles, clínica y política del inconsciente" en el 2019. Los subtítulos además de invitar a la reflexión, apuntar a hacer hincapié en un abordaje no exento de contradicciones y pluralidad de discursos, ubicando al psicoanálisis como pivote que contribuye tanto a sostener una tensión entre la clínica y la política, como a hacerle frente a los ideales de totalización. El subtitulo que nos convoca este año tampoco esta ajeno al contexto, refiere a las crueldades naturalizadas. La peste del silencio. Clínica y política ante el porvenir. La pandemia es susceptible de ser leída como una gran disrupción de un tiempo, que en su continuo devenir - y de pocas escansiones - coquetea con cierta noción de inmediatez. Estas temporalidades inherentes a lo que Marcelo Percia denomina habla del capital se vieron puestas en jaque y ello no es sin consecuencias. La caída de la ficción de omnipotencia del ser humano ha suscitado múltiples respuestas; un ejemplo de ellas son las posiciones negacionistas que atacan los lazos sociales y producen una operatoria de agresión contra nosotros mismos. Las reacciones ante el vacío de una ficción que se desmorona pueden ser sumamente mortificantes, por ende, nos proponemos abrir interrogantes y apostar a compromisos colectivos como atisbos de respuesta ante tamaña incertidumbre. En definitiva, viejas o nuevas tenemos la obligación y el compromiso ético de interrogar las normalidades. Y si nos referimos a crueldades y al paso tiempo no podemos omitir que se cumplen de 10 años de la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental que dicta el cierre de los hospitales monovalentes en este año. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados en silencio ante las mortificaciones cronificadas en los confines de los manicomios? Es por ello el motivo de la peste del silencio. Que no se diga nada, que no circule nada, que no se piense nada, que no pase nada… Esa posición cómoda y sosegada que responde a un ideal que recela de las inquietudes también debe ser cuestionada. Pero no se trata de un cuestionamiento pueril como fin en sí mismo, sino que tiene como objetivo poner palabras, proponer, fantasear, y quizás atisbar la narrativa de un porvenir. Dice Freud que pasado presente y futuro son como cuentas de un collar engarzado por el deseo. Y a esta sentencia le sumamos lo que – una vez más - Marcelo Percia nos advierte: pensar es reencontrar la historia en el presente y empujar los límites de lo actual para imaginar otro posible. Es por ello que no nos acomodamos en el silencio. Como decía el General mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar. Frente al desgano y la resignación que nos propone el enemigo, nosotros en cambio, los y las invitamos a interpelar y ser interpelados e interpeladas por las décimas Jornadas de Psicoanálisis Salud y Políticas Públicas.

  • Un regalo de la carrera de Letras / Ori Seccia

    El cuerpo táctil dispuesto al asombro: un tiro de dados que se volvió destino. La primer imagen que tengo de ese amor compartido es en el cuarto de una Caufi más joven de lo que ella sabía. La luz de la tarde amarilleaba la pieza a través de la ventana y rebotaba en paredes escritas con fibrón donde gritaban un “Kurt not dead” o “Green Day”. El juego, la conversación fácil se ritmaba con convites de textos que nos gustaban: Caufi me hizo conocer el desasosiego de Pessoa, yo compartía lo poco que había leído de la poesía de Vallejo y ahí, en el medio, como primer cimiento inamovible, nuestro amor por El gran Gatsby. Las dos sabíamos de memoria la última frase del libro, imposible de ser olvidada para quien la leyó; a las dos nos conmovía la relación entre Nick y Gatsby, y ese modo tímido y conciso con el que Nick le declara su fidelidad eterna, algo así como: “You are worth the whole rotten bunch”. El gran Gatsby es la primer y única novela que releí en mi vida. La leí por primera vez en el secundario, una segunda el año pasado, tras la vuelta de un viaje que hicimos juntas con Caufi, del cual volví con el corazón roto -Fitzgerald diría esto infinitamente mejor, pero no creo que el tono le desagradaría del todo-. Al volver al texto, azorada reencontré todas esas perlitas que fulguran en su prosa, que ya me habían vuelto a enamorar cuando leí Suave es la noche. Es como si la literatura de Fitzgerald se dedicara a narrar lo imperceptible, pero que sin embargo traza un antes y después que, de todos modos, nadie puede marcar con exactitud, pero que sin embargo ya dispone los acontecimientos por venir de manera irreversible. Como en esta escena: - No sé cómo ocurrió -dijo con voz enronquecida-. No lo sé, no lo sé… Después de morir su madre cuando ella era todavía pequeña, venía todas las mañanas y se metía en mi cama y a veces dormía en mi cama. Me daba mucha pena la pobre niña. Y después, siempre que íbamos a algún sitio en coche o en tren nos teníamos las manos cogidas. Y solíamos decirnos: “Hoy vamos a hacer como si no existiera nadie más en el mundo. Vamos a vivir sólo el uno para el otro. Hoy me perteneces”. Su voz adquirió un tono desesperadamente sarcástico. - La gente decía: qué padre e hija tan perfectos. Hasta con lágrimas en los ojos. En realidad, éramos como amantes. Y un día, sin más, nos convertimos en amantes de verdad. Y diez minutos después de que ocurriera me hubiera pegado un tiro. Sólo que debo de ser tan degenerado que no tuve valor para hacerlo. - ¿Y qué pasó luego? – dijo el doctor Dohmler (…) -. ¿Siguió la cosa? - ¡Oh no! Ella casi…, pareció enfriarse enseguida. Lo único que decía era: “No te preocupes, no te preocupes, papi. No importa. No te preocupes”. Estampada contra la hoja ahuesada, las palabras agolpadas imponen una detención, una mueca involuntaria en el rostro. Imposible seguir leyendo, pero Fitzgerald empuja a seguir, como se empuja un trago más incluso cuando tiembla el pulso. “Of course all life is a process of breaking down”; al borde de romperse, rompiéndose siempre, la vida-escritura prosigue, no puede no proseguir. Deleuze, lector brillante de Fitzgerald, al leer El crack-up junto con Guattari se pregunta porqué el tono desesperado. Recuerdo que ese ensayo de Mil mesetas sonaría en mi dos veces, en dos momentos de mi vida donde los senderos se bifurcaron. La pregunta que allí me esperaba decía: “En el amor puede suceder que la línea creadora de uno sea el encarcelamiento del otro. La composición de las líneas, de una línea con otra, incluso si son del mismo género, plantea un problema. No es seguro que dos líneas de fuga sean compatibles, componibles. No es seguro que los cuerpos sin órganos se compongan fácilmente. No es seguro que un amor, o una política lo resista.” Fitzgerald insiste como diorama de mi vida y sus luces cambiantes. Este año, junto con Caufi, volvimos a El crack-up. La primera vez que lo leí, en aquellos lejanos años de la carrera de letras, fue por su recomendación, e incluso aún tengo una copia impresa que contrabandeó de las facilidades de la oficina donde trabajaba entonces. Esa primera lectura fue un punto de distancia, casi de rechazo. Sin saberlo, me producía la misma distancia que su tono le producía a Deleuze y Guattari: ¿por qué ese tono roto, qué hay en la vida como para doblegarse sin resto a esa figura de perro malidicente? En la segunda lectura, muchos años después, me fue lícito entender lo que aún no se me había revelado. Una grieta vivida me acerco a Fitzgerald. Ojalá este texto haga circular ese don.

  • Un virus demasiado humano / Jean-Luc Nancy

    La pandemia es algo malo; este es un punto sobre el cual no hay mucha discusión. Por cierto, hay algunas voces que declaran que no es tan malo. Observan que las en­fermedades ya existentes y las guerras siempre en acción producen muchas más muertes. Es un argumento extra­ño, porque en nada disminuye el añadido de una morta­lidad suplementaria, y hasta ahora irreprimible, sin una movilización considerable y costosa en todos los aspectos. Otros sostienen que el verdadero mal se encuentra en la servidumbre voluntaria de una sociedad que no quiere más que su bienestar y que desencadena una peligrosa sobreprotección a la vez estatal y médica. Como si hubiera que inventar un heroísmo abstracto, desprovisto tanto de causa como de dimensión trágica. Por supuesto, nadie niega que graves cuestiones de so­ciedad, e incluso de civilización, son suscitadas o más bien subrayadas por este virus. Por el contrario, no dejan de hablar de esto. Pero como diría Descartes, lo importante es hablar con pertinencia. La mayoría de las veces lo que viene al primer plano es la palabra “capitalismo”. De hecho, no se puede negar la responsabilidad de un sistema de producción y de ganan­cia que favorece una expansión continua de las dependen­cias, incluso de las servidumbres económicas, técnicas, culturales y existenciales. El problema es que la mayoría de las veces, como dijimos, parece ser suficiente con pro­nunciar la palabra “capitalismo” para haber exorcizado al diablo, tras lo cual reaparecería el santo Dios que, por su parte, se llama “ecología”. Tenemos que volver a decirlo: muy viejo es ese diablo que suministró el motor de la historia del mundo moder­no, al configurar y modelar el mundo. La producción ili­mitada del valor mercantil se convirtió en el valor en sí, la razón de ser de la sociedad. Los efectos fueron grandiosos, surgió un nuevo mundo. Es posible que ese mundo esté en vías de descomponerse, pero sin suministrarnos nada que lo reemplace. Hasta estaríamos tentados de decir “por el contrario”, cuando vemos prácticas salvajes como el chan­taje de una nación sobre las máscaras de otro, la fuga de un rey que va a confinarse a 9000 kilómetros de su reino, el anuncio de un culto destinado a proveer una inmuni­zación divina contra el virus o simplemente las agarradas histéricas alrededor de una hipótesis de tratamiento. En verdad, lo que está en juego no es solamente tal o cual defecto de funcionamiento. Es algo que va mal de ma­nera constitutiva, inherente al curso que tomó el mundo o que nosotros le hicimos tomar desde hace largo tiempo. Y lo que va mal es lisa y llanamente, si me atrevo a decir, del orden del mal. El virus no es el mal en sí, pero la vi­rulencia de la crisis, sus efectos inmediatos y todavía más previsibles de agravamiento de las condiciones de los más pobres permiten decir que reúne de manera impactante los rasgos del mal. Hay tres formas del mal: la enfermedad, el infortunio y la maldad. La enfermedad forma parte de la vida. El infortunio es lo que hace sufrir la existencia (es decir, la vida que se piensa a sí misma), ya sea por una enferme­dad o por una agresión (natural, social, técnica, moral). La maldad (que también se podría llamar el maleficio) es la producción deliberada de una agresión o de una enfer­medad: apunta al ser o a la persona, como se quiera decir. ¿Hasta qué punto la virulencia actual es deliberada? Hasta el punto en que su poder está ligado o correlacionado al complejo de sus factores y de sus agentes: es inútil repetir lo que fue ampliamente documentado y comentado sobre el desarrollo de for­mas virales, las condiciones de contagio ofrecidas por las comunicaciones actuales, los proyectos de investigación abiertos desde hace ya veinte años por lo menos y todas las interacciones técnicas, económicas y políticas. Son complejos análogos los responsables de las con­taminaciones, las destrucciones de especies, los envene­namientos por pesticidas, las deforestaciones, no menos que una buena parte de las hambrunas, de las migracio­nes forzadas, de las condiciones de vida penosas, de los empobrecimientos, de la desocupación y otras formas de descomposición social y moral. Y es también a favor de los crecimientos tecnoeconómicos como se desarrollaron por un lado los imperios industriales, por el otro los imperios totalitarios, de los más aplastantes hasta los más insidio­sos, es decir, desde los campamentos de todo tipo hasta las explotaciones de toda naturaleza y, para terminar, hasta el agotamiento de todo cuanto se llamaba “político”. La crisis sanitaria de hoy no viene por azar después de más de un siglo de desastres acumulados. Es una figura par­ticularmente expresiva —aunque menos feroz o cruel que muchas otras— del vuelco de nuestra historia. El progreso revela una capacidad de maldad desde hace largo tiempo sospechada pero ahora comprobada. Las advertencias de Freud, Heidegger, Günther Anders, Jacques Ellul y muchos otros quedaron en letra muerta, así como todo cuanto fue trabajado para deconstruir la suficiencia del sujeto, de la voluntad, del humanismo. Pero hoy es forzoso reconocer que el hombre hace daño a lo humano y que no hay que asombrarse si un filósofo puede escribir: “El Mal es el hecho primigenio”, como lo hace Mehdi Belhaj Kacem. Para nuestra tradición, el mal siempre fue una falta reparable o compensable en las manos de Dios o de la Razón. Pasó por una negatividad destinada a suprimirse o a ser superada. Es el Bien de nuestra conquista del mun­do, sin embargo, lo que resulta destructor, y precisamente por esa razón es autodestructor. La abundancia destruye la abundancia, la velocidad mata la velocidad, la salud perjudica la salud, la misma riqueza está quizá en vías de arruinarse (sin que nada de eso les vuelva a los pobres). ¿Cómo llegamos a eso? Probablemente hay un momento a partir del cual lo que había sido una conquis­ta del mundo —de los territorios, de los recursos, de las fuerzas— se transformó en creación de un nuevo mundo. No solo en el sentido en que esta expresión designó antaño a América sino en el sentido en que el mundo se con­vierte literalmente en la creación de nuestra tecnociencia, que por lo tanto sería su dios. Esto se llama omnipotencia. Desde Averroes, la filosofía conoce las paradojas de la omnipotencia, y el psicoanálisis su atolladero alucina­torio. Siempre se trata de la posibilidad de limitar o no semejante potencia. ¿Qué cosa podría indicar un límite? Tal vez justamente la evidencia de la muerte que el virus nos evoca. Una muerte que ninguna causa, ninguna guerra, ninguna po­tencia puede justificar, y que viene a subrayar la inanidad de tantas muertes debidas al hambre, al agotamiento, a las barbaries guerreras, concentracionarias o doctrinarias. Saber que somos mortales no por accidente sino por el juego de la vida y también de la vida del espíritu. Si cada existencia es única es porque nace y muere. Precisamente porque se juega en ese intervalo es única. David Grossman escribió hace muy poco, en ocasión de la pandemia: “Del mismo modo en que el amor incita a distinguir a un individuo en medio de las masas que atra­viesan nuestras existencias, del mismo modo la conciencia de la muerte provoca en nosotros el mismo sentimiento”. Pero si el mal está a todas luces ligado, en sus efectos, a las desigualdades vertiginosas de las condiciones, tal vez nada dé un fundamento más claro a la igualdad que la mortalidad. No somos iguales por un derecho abstracto sino por una condición concreta de existencia. Saber que somos finitos —de manera positiva, absoluta, infinita y singularmente finitos y no indefinidamente poderosos— es el único medio de dar sentido a nuestras existencias. Capítulo “El mal y el poder” del libro Un virus demasiado humano, trad. Víctor Goldstein, Ediciones La Cebra, 2020. www.edicioneslacebra.com.ar

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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