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- La Ilíada o el poema de la fuerza / Simone Weil (1940)
(Traducción Sara María Teresa de la Selva) El héroe verdadero, el tema verdadero, el centro de La Ilíada es la fuerza. La fuerza empleada por el hombre, la fuerza que esclaviza al hombre, la fuerza ante la cual la carne humana se retrae. En esta obra se exhibe en todo momento al espíritu humano, en tanto que modificado por sus relaciones con la fuerza, en tanto que arrebatado, enceguecido por la misma fuerza que imaginó podía manejar, en tanto que deformado por el peso de la fuerza ante la que se somete. Para aquellos ilusos que consideran que la fuerza, gracias al progreso, pronto será cosa del pasado, La Ilíada puede aparecer tan sólo como un documento histórico; para otros, cuyas facultades de identificación son más agudas y que perciben a la fuerza, hoy como ayer, en el centro verdadero de la historia humana, La Ilíada es el más fiel y encantador de los espejos. Para definir la fuerza —es esa x que transforma a todo el que se ve sujeto a ella en una cosa. Ejercida hasta el límite, convierte al ser humano en una cosa en el sentido más literal de la palabra: hace de él un cadáver. Alguien estaba aquí y al minuto siguiente aquí ya no hay nadie; este es un espectáculo que La Ilíada nunca se cansa de mostrarnos: ...los caballos arrastraron los carros vacíos a través de la filas de la batalla, anhelando a sus nobles aurigas. Pero ellos en el suelo yacían, más queridos por los buitres que por sus esposas. El héroe se convierte en una cosa arrastrada en el polvo detrás de un carro: La negra cabellera se esparcía por el suelo; en el polvo la cabeza entera se hundía, ésa una vez encantadora cabeza, ahora Zeus había dejado que sus enemigos la ultrajaran en su misma patria. Se nos ofrece la amargura de tal espectáculo sin paliativo alguno. Ninguna ficción reconfortante interviene, ninguna perspectiva consoladora de inmortalidad, y ninguna aureola bañada en patriotismo desciende sobre la cabeza del héroe: su alma huyendo de sus miembros pasó al Hades, lamentando su suerte, porque dejaba su juventud y su vigor. Aún más punzante —tan doloroso es el contraste— es la repentina evocación, con igual rapidez borrada, de otro mundo: el lejano, precario y conmovedor mundo de la paz, de la familia, el mundo en el cual cada hombre cuenta más que cualquiera otra cosa para aquellos a su alrededor: Ordenó ella en el palacio, a sus doncellas de lustrosa cabellera, poner al fuego un gran trípode, preparar un baño caliente para Héctor, de regreso de la batalla. ¡Tonta mujer! Lejos ya de los baños calientes yacía asesinado por la ojiverde Atena, quien guió el brazo de Aquiles. En verdad el pobre hombre estaba lejos de los baños calientes. Y no sólo él; casi toda La Ilíada tiene lugar lejos de los baños calientes; casi toda la vida humana, entonces como ahora, tiene lugar lejos de los baños calientes. Vemos aquí a la fuerza en su forma más brutal y sumaria —la fuerza que mata. Cuanto más variada en sus procesos y cuanto más sorprendente en sus efectos es esa otra fuerza, la fuerza que no mata, es decir, aquella que todavía no mata. Seguramente matará, posiblemente matará, o quizá tan sólo pende quieta y dispuesta sobre la cabeza de la criatura a quien puede matar, en cualquier momento, o lo que es lo mismo en todo momento. Bajo cualquier aspecto, su efecto es el mismo: transforma a un hombre en una piedra. De su primera propiedad (su capacidad de transformar a un ser humano en una cosa por el simple expediente de matarlo) fluye otra, bastante prodigiosa a su manera también, la capacidad de transformar a un ser humano en una cosa mientras está vivo todavía. Está vivo; tiene un alma; y, sin embargo, es una cosa. Extraordinaria entidad ésta —una cosa que tiene un alma. Y en cuanto al alma ¡en qué extraordinaria habitación se encuentra! ¿Quién puede decir lo que le cuesta, momento a momento, acomodarse a esta residencia? ¿Cuánta contorsión y dobleces, pliegues y quiebres se le piden? No fue hecha para vivir dentro de una cosa; si lo hace, bajo la presión de la necesidad, no hay un solo elemento de su naturaleza al que no se haga violencia. Un hombre se encuentra desarmado y desnudo frente a un arma que le apunta; esta persona se transforma en un cadáver antes que nadie o nada lo toque. Hace un minuto apenas, pensaba, actuaba, esperaba: Inmóvil reflexionaba. Y Licaón se le acercó. Aterrorizado, ansioso de tocar sus rodillas, esperando en su corazón escapar a la maligna muerte y al negro destino... Con una mano cogió suplicante sus rodillas, mientras que, con la otra, sujetaba la aguda lanza, sin soltarlo... Pronto, sin embargo, capta el hecho de que el arma que le apunta no será desviada; y ahora, todavía respirando, es simplemente materia; todavía pensando, ya no puede pensar más: Así habló, suplicante, el brillante hijo de Príamo. Pero fue amarga la respuesta que escuchó... Aquiles habló. Y a él le fallaron las rodillas y el corazón. Soltando su lanza, se arrodilló y extendió los brazos. Aquiles, sacando su filosa espada la encajó entre el cuello y la clavícula. La espada de dos filos se hundió hasta el puño. Él, boca abajo yacía quieto, y la sangre negra corría empapando el suelo. Si un desconocido, imposibilitado completamente, desarmado, sin fuerzas, se arroja a la merced de un guerrero, no está, por este solo acto, condenado a muerte; pero un momento de impaciencia de parte del guerrero bastará para privarlo de su vida. En todo caso, su carne ha perdido esa muy importante propiedad que en el laboratorio distingue a la carne viva de la muerta —la respuesta galvánica. Si se aplica a la pierna de una rana una descarga eléctrica, se crispa. Si se confronta a un ser humano con el tacto o la vista de algo horrible o aterrorizante, este manojo de músculos, nervios y carne se crispa igualmente. Único entre todas las cosas vivientes, el suplicante que acabamos de describir ni se estremece ni tiembla. Ha perdido el derecho a ello. Sus labios, al avanzar para tocar aquel objeto que para él, de entre todas las cosas, es el más lleno de horror, no se retraen sobre sus dientes —no pueden: Nadie vio entrar al gran Príamo. Se detuvo. Abrazó las rodillas de Aquiles, besó sus manos, esas terribles manos homicidas que habían dado muerte a tantos hijos suyos. La visión de un ser humano empujado a tal extremo de sufrimiento nos congela como la visión de un cuerpo muerto: Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera Aquiles se asombró al ver al divino Príamo... los otros se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Pero este sentimiento dura sólo un instante. Pronto la mera presencia de la criatura sufriente se olvida: ...Así habló. Aquiles recordando a su padre deseaba llorar, tomó al viejo del brazo y lo alejó de sí. Ambos lloraban afligidos por los recuerdos. Príamo pensando en Héctor, abatido a los pies de Aquiles matador de hombres; pero éste lloraba ahora por su padre, ahora por Patroclo, y los sollozos de ambos resonaron por toda la casa. No era insensibilidad la que hizo que Aquiles con un solo movimiento de la mano alejara de sí al viejo aferrado a sus rodillas; las palabras de Príamo, recordándole a su propio padre, lo habían conmovido hasta las lágrimas. Simplemente se trataba de sentirse libre en sus movimientos y actitudes, como si estorbando sus rodillas se encontrara no un suplicante sino un objeto inerte. Todo el que se encuentra en nuestra cercanía ejerce sobre nosotros cierto poder y un poder que sólo a él pertenece por el mero hecho de su presencia, esto es, el poder de detener, de reprimir, de modificar cada movimiento que nuestro cuerpo esboce. Si cedemos el paso a un transeúnte en el camino, no es lo mismo que hacerse a un lado para evitar un letrero; solos, en nuestra habitación, nos levantamos, caminamos y nos volvemos a sentar de modo muy diferente a como lo hacemos cuando tenemos una visita. Pero esta indefinible influencia que la presencia de otro ser humano tiene sobre nosotros, no la ejercen los hombres a quienes un momento de impaciencia puede privar de la vida, quienes pueden morir aun antes de que el pensamiento haya tenido oportunidad de sentenciarlos. En su presencia, la gente se mueve como si no estuvieran ahí; ellos, por su parte, bajo el riesgo de verse reducidos a la nada en un solo instante, imitan a la nada en sus propias personas. Empujados, caen. Caídos, yacen ahí mismo, a menos que el azar dé a algún otro la idea de levantarlos de nuevo. Pero suponiendo que por fin se les levante, se les honre con comentarios cordiales, no se aventuran aún a tomar en serio esta resurrección; no osan expresar un deseo, no sea que una voz irritada los reduzca de nuevo al silencio: ...Tales fueron sus palabras. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Si acaso se escucha el ruego de un suplicante, éste vuelve a ser otra vez un ser humano, como cualquier otro. Pero hay otras criaturas, más desafortunadas, quienes han sido convertidas en cosas por el resto de sus vidas. Sus días no contienen pasatiempos, ni espacios libres, ni lugar en ellos para ningún impulso propio. Y no es que sus vidas sean más duras que las de otros hombres, ni que ocupen un lugar más bajo en la jerarquía social; no, ellos son otra especie humana, un compromiso entre hombre y cadáver. La idea de que una persona sea una cosa es una contradicción lógica. Sin embargo, lo imposible en lógica se hace realidad en la vida y la contradicción, alojada dentro del alma la desgarra. Esta cosa está aspirando constantemente a ser un hombre o una mujer, sin lograrlo nunca —en esto, con seguridad está la muerte, pero una muerte prolongada a lo largo de toda la duración de la vida; aquí, con seguridad hay vida, pero una vida que la muerte ha congelado antes de abolir. Este es el extraño destino que aguarda a la doncella, la hija del sacerdote: ...no la cederé; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho... que aguarda a la joven esposa, a la joven madre, a la novia del príncipe: Y quizás un día, en Argos, tejerás tela para otro, e irás, por más que te pese, por el agua Meseiana o Hiperiana, cediendo ante la dura necesidad... que aguarda al infante, heredero del cetro real: Pronto los llevarán en las cóncavas naves, yo con ellos. Y tú, hijo mío, irás conmigo a una tierra donde trabajarás en tareas miserables, laborando para un amo implacable... A los ojos de la madre tal destino para su heredero es tan terrible como la muerte misma; el marido preferiría morir antes que ver a su esposa reducida a él; y un padre invoca todas las plagas del cielo contra el ejército que subyuga su hija a él. Sin embargo, las víctimas mismas se encuentran más allá de todo esto. Maldiciones, sentimientos de rebelión, ponderaciones, reflexiones sobre el futuro y el pasado han desaparecido de la mente del cautivo, y la memoria misma apenas si persiste. La fidelidad a su ciudad y a sus muertos no es un privilegio de esclavo. ¿Y qué se requiere para que el esclavo llore? El infortunio de su amo, de su opresor, de su despojador, de su saqueador, del hombre que asoló su aldea y mató a sus seres queridos ante sus propios ojos; este hombre sufre o muere y entonces surgen las lágrimas del esclavo. ¿Y en verdad, por qué no? Ésta es para él la única ocasión en que se permiten las lágrimas, más aún en la que son requeridas. Un esclavo llorará siempre que pueda hacerlo impunemente —su situación le reprime las lágrimas. Ella habló llorando, y las mujeres gimieron, usando el pretexto de Patroclo para lamentar sus propios tormentos. Puesto que el esclavo no tiene licencia para expresar nada, excepto lo que agrada a su amo, se sigue que la única emoción que puede conmoverlo o animarlo un poco, que puede alcanzarlo en la desolación de su vida, es la emoción de amor por su amo. No hay otro lugar a dónde dirigir el don del amor; todas las otras salidas están bloqueadas, justo como al caballo enjaezado, el freno, las varas, las riendas impiden todo camino, excepto uno. Y si por algún milagro nace una esperanza en el pecho de un esclavo, la esperanza de volver a ser, algún día, mediante la influencia de alguno, "alguien" otra vez, ¡cuán lejos no irán estos cautivos en la demostración de amor y agradecimiento, aun cuando tales emociones vayan dirigidas a los mismos hombres de quienes debieran, considerando el pasado muy reciente todavía, tener horror! Vi a mi marido, a quien mi padre y respetada madre me entregaron, lo vi ante los muros de la ciudad clavado por el agudo bronce. Mis tres hermanos, hijos conmigo de una sola madre. ¡Tan queridos por mí! Todos encontraron su día fatal. Pero cuando el ágil Aquiles asesinó a mi marido y asoló la ciudad de Mines, no me dejaste llorar, prometiéndome que el divino Aquiles me tomaría por su legítima esposa, que me llevaría lejos en sus naves, a Ptía, donde nuestras bodas se celebrarían entre los mirmidones; ahora sin descanso te lloro, a ti que siempre fuiste gentil. Perder más de lo que un esclavo pierde es imposible, porque pierde toda su vida interior. Todavía pudiera recuperar un fragmento de ella si ve la posibilidad de cambiar su destino, pero esta es su única esperanza. Tal es el imperio de la fuerza. Tan extenso como el de la naturaleza. La naturaleza también, cuando se trata de necesidades vitales, puede borrar la totalidad de la vida interior, aun el pesar de una madre: Pero le vino la idea de comer cuando se cansó de las lágrimas. La fuerza, en las manos de otro, ejerce sobre el alma la misma tiranía que el hambre extrema ejerce; porque posee, e in perpetuo, el poder de vida y muerte. Su norma, además, es tan fría y tan dura como la de la materia inerte. El hombre que se sabe más débil que otro está más solo en el corazón de una ciudad que un hombre perdido en el desierto. Hay dos toneles en el umbral de Zeus que contienen los dones que dispensa, los malos en uno, los buenos en el otro... Al hombre al que dispensa dones engañosos, lo expone al ultraje; una espantosa necesidad lo impulsa a través de la divina tierra; es un vagabundo y no lo respetan ni los dioses ni los hombres. La fuerza es tan implacable para el que la posee, o cree poseerla, como lo es para sus víctimas; a éstas las aplasta, a aquél lo intoxica. La verdad es que nadie en realidad la posee. En La Ilíada la estirpe humana no está dividida en personas conquistadas, esclavos, suplicantes por un lado y conquistadores y jefes por el otro. En este poema no hay un solo hombre que alguna vez u otra no haya tenido que doblar el cuello ante la fuerza. En La Ilíada el soldado común es libre y tiene derecho a portar armas; sin embargo, está sujeto a la indignidad de las órdenes y del abuso: Pero cada vez que se encontraba con un soldado raso gritando, lo golpeaba con el cetro y le hablaba ásperamente: "¡Bueno para nada! Guarda silencio y escucha a tus superiores, eres débil y cobarde y no eres guerrero, no sirves para nada, ni en la batalla ni en el consejo". Tersites paga caros los comentarios perfectamente razonables que hace; comentarios no del todo diferentes, por lo demás de los que hace Aquiles: ...con el cetro dióle un golpe en la espalda y los hombros. Se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda, debajo del áureo cetro. Sentóse turbado, y dolorido se enjugó las lágrimas. Los demás, aunque afligidos, rieron con gusto. Aquiles mismo, el héroe orgulloso, el invencible, se nos muestra al inicio del poema llorando de humillación y con desvalido pesar —la mujer que quería para novia le ha sido arrebatada bajo sus narices y no ha osado oponerse: Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros y sentóse a orillas del espumoso mar. Lo que ha ocurrido es que Agamenón ha humillado deliberadamente a Aquiles, para mostrarle que él es el amo: ...para que sepas cuánto más poderoso soy yo y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo. Pero pasan unos cuantos días y el supremo comandante llora a su vez. Tiene que humillarse, tiene que rogar y, es más, sufrir la miseria adicional de que todo esto sea en vano. De la misma manera, no se ahorra a uno solo de los combatientes la vergonzosa experiencia del miedo. Los héroes tiemblan como cualquier otro. Un reto de Héctor es suficiente para arrojar a toda la fuerza griega a la consternación, excepto a Aquiles y a sus hombres, porque no estaban presentes: habló y todos callaron y se mantuvieron quietos, avergonzados de rehusar, temerosos de aceptar. Pero una vez que Ayante se adelanta y se ofrece, el miedo cambia rápidamente de bando: un escalofrío de terror recorrió a los troyanos, debilitando sus miembros; Héctor mismo sintió su corazón saltar en el pecho, pero ya no tenía derecho a temblar o a huir. Dos días más tarde le toca a Ayante aterrorizarse: Zeus, el padre altísimo, hace surgir el miedo en Ayante. Se detiene, abrumado, pone tras él su escudo hecho de siete cueros, tiembla, mira a la multitud a su alrededor como una bestia acorralada. Hasta para Aquiles el momento llega; él también deberá temblar y tartamudear de miedo, aunque sea un río el que tiene este efecto sobre él, no un hombre. Pero, con excepción de Aquiles, todo hombre en La Ilíada prueba un momento de derrota en la batalla. La victoria es menos un asunto de valor que de destino ciego, éste se simboliza en el poema con la balanza dorada de Zeus: Entonces, Zeus el padre tomó su dorada balanza, en ella puso los dos destinos de muerte que caen sobre todos los hombres, uno para los troyanos, domadores de caballos, otro para los aqueos de broncíneas corazas. Cogió la balanza por el centro; fue el platillo del día fatal de Grecia el que descendió. Por su misma ceguera, el destino establece una clase de justicia. Ciega también es aquella que decreta para los guerreros el castigo en la misma moneda. El que toma la espada, perecerá por la espada. La Ilíada formuló el principio mucho antes que los Evangelios y casi en los mismos términos: Ares es justo y mata a los que matan. Quizá todos los hombres, por el mero hecho de haber nacido, están destinados a sufrir violencia; sin embargo, esta es una verdad a la que las circunstancias cierran los ojos de los hombres. Los fuertes de hecho nunca son absolutamente fuertes, ni son los débiles absolutamente débiles, pero ninguno se percata de esto. Tienen en común el rehusarse a creer que ambos pertenecen a la misma especie: el débil no ve relación alguna entre él y el fuerte y viceversa. El hombre que posee la fuerza parece caminar a través de un elemento sin resistencia; en la sustancia humana que lo rodea nada tiene el poder de interponer, entre el impulso y el acto, un mínimo intervalo de reflexión. En donde no hay lugar para la reflexión, tampoco lo hay para la justicia ni para la prudencia. De ahí que veamos a los hombres armados comportarse áspera y locamente, que veamos sus espadas enterrarse en el pecho de un enemigo desarmado, quien se encuentra en el acto mismo de implorar arrodillado. Que los veamos triunfar sobre un moribundo describiéndole los ultrajes que su cadáver soportará. Que veamos a Aquiles cortar las gargantas de doce muchachos troyanos sobre la pira funeraria de Patroclo, con tanta naturalidad como quien corta flores para una tumba. Los hombres que empuñan el poder no imaginan que las consecuencias de sus actos a la larga regresarán a ellos —a su vez, también inclinarán el cuello. Si puedes hacer que un anciano permanezca silencioso, tiemble, obedezca a una sola palabra tuya, ¿por qué se te habría de ocurrir que las maldiciones de este viejo, quien después de todo no es más que un sacerdote, tendrán su propia importancia a los ojos de los dioses? ¿Por qué refrenarte y no arrebatarle a Aquiles su muchacha, si sabes que ni él ni ella pueden hacer nada sino obedecerte? Aquiles se regocija ante la vista de los griegos huyendo en miseria y confusión. ¿Qué cosa hay que pudiera sugerirle que este camino será la causa de la muerte de su amigo y, para tal caso, de la suya propia? Así sucede que aquellos a quienes el destino ha concedido fuerza en préstamo se apoyan en ella demasiado y son destruidos. Pero por el momento la propia destrucción les parece imposible. Porque no ven que la fuerza que poseen está limitada en cantidad; ni consideran sus relaciones con los demás seres humanos como una especie de balance entre cantidades desiguales de fuerza. Puesto que la demás gente no impone a sus movimientos ese alto, esa pausa de vacilación, en donde se encuentra toda nuestra consideración hacia nuestros hermanos en humanidad, concluyen que a ellos el destino les ha concedido una licencia total y ninguna a sus inferiores. Y en este punto exceden la medida de la fuerza que en realidad está a su disposición. Inevitablemente la exceden, puesto que no son conscientes de que es limitada. Y ahora los vemos de forma irremisible a merced del azar; repentinamente las cosas dejan de obedecerlos. Algunas veces el azar es amable con ellos, otras cruel. Pero en cualquier caso ahí están, expuestos, abiertos a la desgracia; ya sin la armadura de poder que inicialmente protegía sus almas desnudas, nada, ningún escudo los separa de las lágrimas. Esta retribución de rigor geométrico, que actúa automáticamente para castigar el abuso de la fuerza, fue el tema principal del pensamiento griego. Es el alma de la épica. Bajo el nombre de Némesis funciona como la fuente clave de las tragedias de Esquilo. Para los pitagóricos, para Sócrates y Platón, fue el punto de despegue de la especulación sobre la naturaleza del hombre y del universo. En donde quiera que el helenismo penetró, hallamos que la idea de esto es familiar. En los países orientales empapados de budismo, es esta idea griega la que quizás ha vivido en ellos bajo el nombre de karma. El Occidente, sin embargo, la ha perdido y ya ni siquiera tiene una palabra para expresarla en ninguna de sus lenguas: los conceptos de límite, medida, equilibrio, que debieran determinar la conducta de la vida, están en Occidente restringidos a una función servil en el vocabulario de la técnica. Sólo somos geómetras de la materia; los griegos eran ante todo geómetras en su aprendizaje de la virtud. El progreso de la guerra en La Ilíada es simplemente un continuo vaivén. El vencedor del momento se siente invencible, aun cuando, sólo una pocas horas antes, haya experimentado la derrota; olvida considerar a la victoria como una cosa transitoria. Al final del primer día de combate descrito en La Ilíada los griegos victoriosos se hallaban en posición de obtener el objeto de todos sus esfuerzos, esto es, Helena y sus riquezas —suponiendo, desde luego, como lo hizo Homero, que los griegos tuvieran razón al creer que Helena estaba en Troya. En realidad los sacerdotes egipcios, quienes deben haber sabido, afirmaron después a Herodoto que a la sazón ella estaba en Egipto. En cualquier caso, aquella tarde los griegos ya no se interesaron más en ella ni en sus posesiones: "...no aceptemos por el momento las riquezas de Paris, ni a Helena; todos ven, aun el más ignorante, que Troya se encuentra al borde de la ruina". Dijo, y todos los aqueos lo aclamaron. Lo que quieren es, de hecho, todo. Todas las riquezas de Troya por botín; para sus hogueras todos los palacios, los templos, las casas; por esclavos todas las mujeres y los niños; por cadáveres todos los hombres. Olvidan un detalle, que no todo está en su poder, porque no están aún en Troya. Quizás estén mañana; quizá no. Héctor, el mismo día, comete el mismo error: Lo sé en mis entrañas y en mi corazón, un día llegará cuando la santa Troya perezca, Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza. Pero pienso menos en el pesar que aguarda a los troyanos, a Hécuba misma, al rey Príamo, y a mis hermanos, tan numerosos y tan valerosos, quienes caerán en el polvo bajo los golpes del enemigo, que en ti ese día cuando un griego cubierto de bronce te arrastre lejos, llorosa, y te despoje de tu libertad. En cuanto a mí, ¡que haya muerto y me haya cubierto la tierra antes de que te oiga gritar y te vea llevar a rastras! ¿Qué no daría en este momento para evitar esos horrores que cree inevitables? Pero en este momento nada que él pudiera dar serviría de nada. En menos de un día, sin embargo, los griegos han huido miserablemente y Agamenón mismo está a favor de hacerse a la mar de nuevo. Y ahora Héctor, haciendo muy pocas concesiones, podría haber asegurado fácilmente la partida del enemigo; pero ahora está reacio a dejarlos ir con las manos vacías: Encended fuegos por todas partes y dejad que su resplandor llegue a los cielos, no sea que durante la noche los aqueos de largas cabelleras, escapando, naveguen sobre el ancho dorso del océano... Que cada uno de ellos se lleve a su casa una herida que curar... así, otros temerán acarrear la luctuosa guerra a los teucros domadores de caballos. Se le concede su deseo; los griegos se quedan; y al día siguiente reducen a Héctor y a sus hombres a una condición lamentable: En cuanto a ellos —huyeron a través de la llanura como ganado al que el león caza ante él en la oscuridad de la noche... Así, el poderoso Agamenón Atrida los persiguió, matando a los rezagados; y en silencio huyeron. En el transcurso de la tarde, Héctor recupera su ventaja, se retira de nuevo, luego pone en fuga a los griegos, más tarde es repelido por Patroclo, quien ha llegado con tropas frescas. Patroclo, forzando su ventaja, termina por verse él mismo expuesto, herido y sin armadura ante la espada de Héctor. Y finalmente esa tarde Héctor, victorioso, escucha el consejo prudente de Polidamante para rechazarlo cortantemente: Y ahora que el hijo del artero Cronos me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y acorralar contra el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún troyano te obedecerá porque no lo permitiré... Así se expresó Héctor, y los teucros lo aclamaron... Al día siguiente Héctor está perdido. Aquiles lo ha hostigado por todo el campo y está a punto de matarlo; de los dos siempre ha sido el más fuerte en el combate; ¿cuanto más ahora, después de varias semanas de descanso, deseoso de venganza y de victoria, contra un enemigo agotado? Y Héctor permanece solo al pie de las murallas de Troya, absolutamente solo, solo en espera de la muerte y para serenar su alma frente a ella: ¡Ay de mí si traspongo las puertas y la muralla! El primero en dirigirme reproches será Polidamante... Y ahora que por mi osadía he destruido a mi ejército, temo a los troyanos y a las troyanas de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: "Héctor, fiado en su pujanza perdió las tropas"... ¿Y si ahora, dejando en el suelo mi repujado escudo y mi fuerte casco y apoyando mi pica contra la muralla, saliera al encuentro de Aquiles?... Pero, ¿por qué tejer estas fantasías? ¿Por qué tales sueños? No, no iré a suplicarle, que ni tendrá piedad de mí, ni me respetará. Me mataría como a una mujer, si me presentara así desnudo... Ni una iota del dolor y de la ignominia que se abaten sobre el desafortunado se le ahorra a Héctor. Solo, despojado del prestigio de la fuerza, descubre que el valor que le ha impedido buscar refugio en las murallas no es suficiente para salvarlo de la fuga: Viéndolo, Héctor comenzó a temblar y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y huyó espantado. La contienda no es por una oveja ni por una piel de buey, no por las recompensas usuales de una carrera; es por la vida de Héctor, domador de caballos. Herido de muerte, realza el triunfo de su vencedor con vanas súplicas: Te imploro, por tu alma, por tus rodillas, por tus padres... Pero el auditorio de La Ilíada sabía que la muerte de Héctor no sería sino una dicha breve para Aquiles, y la muerte de Aquiles no sería sino una dicha breve para los troyanos, y la destrucción de Troya no sería sino una dicha breve para los aqueos. Así, pues, la violencia acaba con todo aquel que siente su toque. Llega a parecer tan externa al que la emplea como a su víctima. De aquí surge la idea de un destino ante el cual el verdugo y la víctima son igualmente inocentes, ante el cual conquistado y conquistador son hermanos en una misma congoja. El conquistado trae desdicha al conquistador y viceversa: Un hijo único le había nacido... de corta edad abandonado por mí, crece —porque lejos de mi hogar acampo ante Troya, dañándote a ti y a tus hijos. Un uso moderado de la fuerza, el que sólo permitiera al hombre evitar enredarse en su maquinaria, requeriría una virtud sobrehumana, que es tan rara como la dignidad en la debilidad. Aunque tampoco la moderación misma carece de peligros, ya que el prestigio, del que la fuerza obtiene por lo menos tres cuartas partes de su intensidad, descansa principalmente sobre esa increíble indiferencia que el fuerte siente hacia el débil, una indiferencia tan contagiosa que infecta a la misma gente que es su objeto. Más bien se suele llegar al exceso sin pasar por la prudencia o las consideraciones políticas. El hombre se lanza a él como a una irresistible tentación. Ocasionalmente se oye la voz de la razón en boca de los personajes de La Ilíada. Los discursos de Tersites son razonables en alto grado; como lo son los de Aquiles enojado: Nada vale mi vida, ni todos los bienes que dicen que la bien construida Ilión contiene... Un hombre puede capturar novillos y gordas ovejas, pero, una vez muerto, no puede recuperar su alma. Sin embargo, las palabras razonables caen en el vacío. Si provienen de un inferior, se le castiga y se calla; si de un jefe, sus actos lo desmienten. Y fallando todo lo demás, siempre hay a la mano un dios para aconsejarle ser irrazonable. Al final la idea misma de querer escapar al papel que el destino le ha asignado a uno —el asunto de matar y morir— desaparece de la mente: Nosotros a quienes Zeus ha destinado al sufrimiento desde la juventud hasta la vejez, sufrimiento en guerras gravosas, hasta que perezcamos hasta el último hombre. Ya estos guerreros, como los de Craonne mucho más tarde, se sienten "hombres condenados". Fue la más simple de las trampas la que los puso en esta situación. Al principio, al embarcarse, sus corazones están ligeros, como siempre están los corazones cuando tienes una gran fuerza a tu lado y nada sino el espacio se te opone. Tienen las armas en las manos; el enemigo está ausente. A menos que tu espíritu haya sido vencido por adelantado por la reputación del enemigo, siempre te sientes mucho más fuerte que cualquiera que no esté ahí. Un hombre ausente no impone el yugo de la necesidad. Ninguna necesidad se presenta todavía a los espíritus de los que se embarcan; en consecuencia se van como a un juego, como a una vacación del confinamiento de la vida diaria. ¿Qué es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos, y con la que decíais presuntuosamente en Lemnos, hartándonos con la carne de las cornudas reses, bebiendo de las crateras desbordantes de vino, que cada uno haría frente a cien, o doscientos troyanos en la batalla? Ahora, uno es demasiado para nosotros. Pero el primer contacto de guerra no destruye de inmediato la ilusión de que la guerra es un juego. La necesidad en la guerra es terrible, de una clase totalmente diferente de la necesidad en la paz. Tan terrible es que el espíritu humano no se somete a ella mientras le sea posible escapar; y siempre que escapa toma refugio en largos días carentes de necesidad, días de juego, de ensoñación, días arbitrarios e irreales. El peligro entonces se convierte en una abstracción; las vidas que destruyes son como los juguetes que un niño rompe y, al igual que él, incapaz de sentimiento; el heroísmo no es sino un gesto teatral y manchado de alarde. Esto se hace doblemente verdadero si un acceso momentáneo de vitalidad viene a reforzar la mano divina que protege de la derrota y de la muerte. Entonces se ama la guerra burda, fácil y bajamente. Pero, en la mayoría de los combatientes, este estado de mente no persiste. Pronto llega el día cuando el miedo, la derrota o la muerte de los camaradas bien amados, toca el espíritu del guerrero y éste se deshace en las manos de la necesidad. En ese momento la guerra deja de ser un juego o un sueño; ahora, al final, el guerrero ya no puede dudar de la realidad de su existencia. Y esta realidad que percibe es dura, demasiado dura de llevar pues envuelve a la muerte. Una vez que reconoces que la muerte es una posibilidad real, el pensamiento de ella se hace insoportable, excepto por instantes. Es verdad, todos los hombres están destinados a morir; también es verdad, un soldado puede envejecer en batallas; sin embargo, para aquellos cuyo espíritu ha sido doblegado por el yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el futuro es diferente de como es para los otros hombres. Para los otros hombres la muerte aparece como un límite puesto por adelantado en el futuro; para el soldado la muerte es el futuro, el futuro que su profesión le asigna. Y sin embargo, la idea de que el hombre tenga a la muerte por futuro es repugnante a la naturaleza. Una vez que la experiencia de la guerra hace visible la posibilidad de la muerte que se encuentra encerrada en cada momento, nuestros pensamientos no pueden viajar de un día al siguiente sin encontrar la cara de la muerte. La mente se tensa entonces hasta un grado sólo soportable por un corto tiempo; cada nueva alba reintroduce la misma necesidad; y los días se apilan sobre días para formar años. En cada uno de estos días el alma sufre violencia. Como el pensamiento no puede viajar a través del tiempo sin encontrar a la muerte en el camino, cada mañana, regularmente, el alma se castra en sus aspiraciones. Así, la guerra borra toda concepción de propósito o meta, incluyendo sus propias "metas de guerra". Borra hasta la noción misma de la posibilidad de terminar la guerra. Si se está fuera de una situación tan violenta como ésta se piensa inconcebible; si se está dentro se es incapaz de concebir su fin. Consecuentemente, nadie hace nada para acarrear tal fin. En presencia de un enemigo armado, ¿qué mano puede soltar el arma? La mente debiera encontrar una salida, pero la mente ha perdido toda capacidad que le permita ni siquiera mirar hacia afuera. La mente está completamente absorta en hacer ella misma violencia. Siempre en la vida humana, cuando se trata de guerra o esclavitud, se siguen intolerables sufrimientos, por así decir, por su intrínseca gravedad específica, con lo que aparecen al no involucrado en ellas como si fueran fáciles de soportar; en realidad, continúan porque han despojado al que los sufre de los recursos que pudieran servirle para zafarse. Sin embargo, el alma esclavizada a la guerra clama por su liberación, pero la liberación se le aparece bajo un aspecto extremo y trágico, el aspecto de la destrucción. Cualquiera otra solución, más moderada, de carácter más razonable, expondría la mente a un sufrimiento tan crudo, tan violento que no podría ser soportado, ni siquiera como recuerdo. Terror, pesar, agotamiento, matanza, aniquilación de los camaradas — ¿es creíble que estas cosas no habrían de desgarrar continuamente el alma, si la intoxicación de la fuerza no hubiera intervenido para ahogarlas? La idea de que un esfuerzo ilimitado haya de acarrear sólo un provecho limitado o ninguno es terriblemente dolorosa. ¿Qué? ¿Dejar a Príamo y a los troyanos jactarse de la argiva Helena, ella por quien tantos griegos murieron ante Troya, lejos de su tierra nativa?... ¿Qué? ¿Quieres que dejemos la ciudad, la Troya de anchas calles, después de haber padecido por ella tantas fatigas? Pero, en realidad, ¿qué es Helena para Ulises? ¿Qué es, en verdad, Troya, llena de riquezas que no lo compensarán por la ruina de Ítaca? Para los griegos, Troya y Helena son en realidad meras fuentes de sangre y lágrimas; dominarlas es dominar espantosos recuerdos. Si la existencia de un enemigo ha hecho al alma destruir en sí misma la cosa que la naturaleza puso ahí, entonces el único remedio que el alma puede imaginar es la destrucción del enemigo. Al mismo tiempo, la muerte de los muy amados camaradas levanta un espíritu de sombría emulación, una rivalidad en la muerte: ¡Muera yo, pues, al momento! Ya que el destino no me ha permitido proteger a mi querido amigo, quien lejos del hogar pereció anhelando que yo lo defendiera de la muerte. Así, ahora busco al asesino de mi amigo, a Héctor. Y encontraré la muerte en el momento que Zeus lo disponga —Zeus y los otros inmortales. La desesperación que lo impulsa hacia la muerte por un lado es la misma que lo impulsa a la matanza por el otro: Lo sé bien, mi destino es perecer aquí, lejos del padre y de la muy querida madre; pero mientras tanto, no me detendré hasta que los troyanos no se hayan hartado de la guerra. El hombre presa de esta doble necesidad de morir y matar pertenece, mientras no se haya convertido en algo distinto, a una raza diferente de la raza de los vivos. ¿Qué eco pueden las tímidas esperanzas de vida despertar en un corazón así? ¿Cómo podrá oír la derrotada súplica por ver una vez más la luz del día? La vida amenazada ya ha sido despojada de toda relevancia por una sola y simple diferencia: ahora está desarmada y su adversario posee un arma. A más de esto, ¿cómo puede un hombre que ha arrancado de sí mismo la noción de que es dulce de mirar la luz del día, respetar tal noción cuando aparece en algún fútil y humilde lamento? Abrazo tus rodillas, Aquiles. Piensa, ten piedad de mí. Aquí estoy, ¡oh hijo de Zeus!, suplicante, para ser respetado. En tu casa fue donde probé por vez primera el pan de Deméter, ese día me atrapaste en mi bien podada viña y me vendiste enviándome lejos de mi padre y amigos, a la santa Lemnos; cien bueyes fue mi precio. Ahora te pagaré trescientos por mi rescate. Después de tantos pesares este amanecer es para mí mi doceavo día en Ilión; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Zeus ciertamente debe odiarme cuando nuevamente me entrega a ti. ¡Ay Laótoe, pobre madre mía, hija del viejo Altes —hijo de vida corta diste a luz! ¡Qué recibimiento obtiene esta débil esperanza! ...muere amigo tú también. ¿Por qué tanto escándalo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿Me ves cuán gallardo y poderoso soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también yo como tú deberé encontrar mi hado cruel. Llegará en una mañana, en una tarde o en un mediodía la hora en que un guerrero armado me quite la vida. Respetar la vida en otro cuando has tenido que castrarte de todo anhelo por ella demanda de la generosidad un esfuerzo que verdaderamente rompe el corazón. Es imposible imaginar a ninguno de los guerreros de Homero capaz de tal esfuerzo, a menos que sea ese guerrero que habita de forma peculiar el centro del poema —quiero decir Patroclo, quien "sabía ser dulce con todo el mundo", y quien en toda La Ilíada no comete ningún acto cruel ni brutal. Pero, ¿cuántos hombres conocemos en los varios miles de años de historia humana que hayan mostrado una generosidad tan divina? ¿Dos, tres? Aun esto es dudoso. Careciendo de esta generosidad, el conquistador es como un azote de la naturaleza. Poseído por la guerra, él, como el esclavo, se convierte en cosa, aunque su transformación es diferente —sobre él también las palabras son impotentes como sobre la materia misma. Ambos, al contacto de la fuerza, experimentan sus efectos inevitables: se vuelven sordos y mudos. Tal es la naturaleza de la fuerza. Es doble en su capacidad de convertir a un hombre en una cosa, y en su aplicación es de doble filo. Aquellos que la usan y aquellos que la sufren se convierten en piedra en el mismo grado, aunque de modos diferentes. Esta propiedad de la fuerza alcanza su máxima eficiencia durante el choque armado, en la batalla, cuando la marea del día ha cambiado y todo se precipita hacia una decisión. No es el designio del hombre, no es la estrategia, no es la acción subsecuente a la resolución tomada, lo que gana o pierde una batalla; las batallas se dan y se deciden por hombres desprovistos de estas facultades, hombres que han sufrido una transformación, que han caído ya sea al nivel de la materia inerte, que es pasividad pura, o al nivel de la fuerza ciega, que es impulso puro. Aquí es donde se encuentra el último secreto de la guerra, un secreto revelado por La Ilíada en sus símiles, que comparan a los guerreros ya sea con el fuego, la inundación, el viento, las bestias salvajes, o sabe Dios cuál causa ciega de desastre; o si no, con animales asustados, árboles, agua, arena o cualquier cosa en la naturaleza puesta en movimiento por la violencia de fuerzas externas. Aqueos y teucros, de un día para el siguiente, en ocasiones hasta de una hora a la siguiente, experimentan, de ida y vuelta, una u otra de estas transformaciones: Como cuando un león, asesino, salta sobre el ganado que por miles pasta en una vasta llanura...Y sus flancos se alzan con terror; del mismo modo, los aqueos en pánico dispersados ante Héctor y Zeus el magnífico padre. Como al estallar un voraz incendio en la espesura del monte, el viento esparce las chispas y lo propaga por todas partes, y los árboles, las raíces y las ramas arden en llamas, así Agamenón Atrida rugiendo entre las filas de los troyanos en fuga... El arte de la guerra es simplemente el arte de producir tales transformaciones, y su equipo y sus procedimientos, aun las bajas que se inflingen al enemigo, son sólo medios dirigidos a este fin —su objetivo verdadero es el alma del guerrero. Y, sin embargo, estas transformaciones siempre son un misterio; los dioses son sus autores, ellos quienes inflaman la imaginación de los hombres. Pero como quiera que se causen, esta cualidad petrificadora de la fuerza, siempre en ambos sentidos, es esencial a su naturaleza; y un alma que ha entrado al dominio de la fuerza no escapará a esto, excepto por un milagro. Tales milagros son raros y de breve duración. La perversidad del conquistador, que no conoce el respeto por ninguna criatura o cosa que se encuentre a su merced o se imagine que lo está, la desesperación que impulsa al soldado a la destrucción, la extinción del esclavo o del conquistado, el matadero al mayoreo, son todos elementos que se combinan en La Ilíada para armar un cuadro de uniforme horror, en el cual la fuerza es el héroe único. Resultaría de una monotonía desoladora si no fuera por esos pocos momentos luminosos, dispersados aquí y allá por todo el poema, esos breves, celestiales momentos en que el hombre es dueño de su alma. El alma que despierta, entonces, para vivir por un solo instante y perderse casi al momento en el vasto reino de la fuerza, despierta pura e íntegra, sin ambigüedades, nada complicado o turbio hay en ella; no tiene lugar para nada sino es para el valor y el amor. Algunas veces el hombre encuentra su alma en el curso de deliberaciones internas: la encuentra, como Héctor ante Troya, mientras trata de enfrentar al destino en sus propios términos sin ayuda de dioses o de hombres. En otras ocasiones, es en un momento de amor cuando los hombres descubren sus almas —y difícilmente hay ninguna forma de amor puro conocido por la humanidad que La Ilíada no trate. La tradición de la hospitalidad persiste, aun a través de varias generaciones, para disipar la ceguera del combate: Así soy para ti un amado huésped en el regazo de Argos... desviemos nuestras lanzas uno del otro, aun en batalla. Continuamente se describe el amor del hijo por sus padres, del padre por el hijo, de la madre por el hijo, de una manera tan conmovedora como breve: Respondióle Tetis derramando lágrimas: "¡Ay hijo mío! ¿Por qué te he criado si en hora aciaga te di a luz?... ¡ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración!" También el amor fraternal: Mis tres hermanos a quienes llevó mi madre antes que a mí, tan queridos... El amor conyugal, condenado al pesar, es de asombrosa pureza. Imaginando las humillaciones de la esclavitud que esperan a la esposa amada, el marido sufre la indignidad que aun anticipadamente mancharía su ternura. ¿Qué puede ser más verdadero que las palabras dichas por su esposa al hombre a punto de morir? ...más me valiera, al perderte, que la tierra me tragara. Ningún consuelo habrá para mí cuando hayas encontrado tu destino cargado de muerte, sólo habrá pesar, sólo habrá dolor para mí... No menos conmovedoras son las palabras dirigidas a un marido muerto: Querido esposo, moriste joven y me dejas viuda en el palacio, sumida en triste duelo. Y nuestro hijo es aún infante, el hijo que tú y yo, unidos por el destino, engendramos. Pienso que nunca llegará a la juventud... Porque no moriste en tu cama, sosteniendo mi mano y diciéndome prudentes palabras que noche y día, para siempre, cuando llore, puedan vivir en mi memoria. La más hermosa amistad de todas, la amistad entre los compañeros de armas, es el tema final de La Épica: ...pero Aquiles lloraba pensando en el amado camarada; el sueño que todo lo vence no le llegaba; daba de vueltas una y otra vez. Pero el más puro triunfo del amor, la corona de gracia de la guerra, es la amistad que fluye de los corazones de enemigos mortales. Ante ella, un hijo asesinado o un amigo asesinado ya no clama más venganza. Ante ella —aún más milagrosamente— la distancia entre benefactor y suplicante, entre vencedor y vencido, se reduce a nada: y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, observando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y cuando se hubieron deleitado con la contemplación uno del otro... Estos momentos de gracia son raros en La Ilíada, pero son suficientes para hacernos sentir con agudo pesar que es lo que la violencia ha matado y matará de nuevo. Tal apilamiento de actos violentos tendría un efecto frígido, de no ser por la nota de incurable amargura que continuamente se hace oír, aunque a menudo sólo una única palabra, un mero acento del verso, o una línea inconclusa marque su presencia. Es en esto en lo que La Ilíada es absolutamente única, en esta amargura que proviene de la ternura y que se extiende a toda la raza humana, imparcial como la luz del sol. Nunca pierde el tono su colorido de amargura; pero nunca cae la amargura en lamentación. Justicia y amor, que difícilmente tienen lugar en este estudio de actos extremos y de actos injustos de violencia, bañan, sin embargo, la obra en su luz, sin hacerse notorios por sí mismos, excepto por una especie de acento. No se desprecia nada precioso, sea o no la muerte su destino; la desdicha de cada uno se muestra desnuda, sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por arriba o por abajo de la condición común a todos los hombres; todo lo que se destruye se lamenta. Vencedores y vencidos nos son presentados con igual cercanía; a igual título se ve a ambos como contrapartes del poeta y del que escucha. Si hay alguna diferencia, ésta es que las desgracias del enemigo son quizá más agudamente sentidas. Así cayó ahí, a dormir el sueño de bronce, ¡desdichado!, lejos de su esposa, defendiendo a su pueblo... ¡Y qué acentos hacen eco al destino del muchacho que Aquiles vendió en Lemnos! ...estuvo celebrando con sus amigos durante once días su regreso de Lemnos; mas al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, quien debía mandarlo al Hades sin que él lo deseara. Y el destino de Euforbo, quien vio un solo día de guerra. ...se empaparon de sangre sus cabellos, semejantes a los de las Gracias. Cuando se llora a Héctor: Guardián de castas esposas y de niños pequeños. En estas cuantas palabras aparecen la castidad manchada por la fuerza y la niñez entregada a la espada. La fuente a las puertas de Troya se convierte en objeto de punzante nostalgia cuando Héctor corre a su lado buscando eludir su condena: ...cerca hay unos grandes y hermosos lavaderos de piedra, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempos de paz, antes de que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, perseguido y perseguidor. Toda La Ilíada se encuentra bajo la sombra de la más grande calamidad que la raza humana pueda experimentar —la destrucción de una ciudad. Esta calamidad no podría desgarrar más el corazón del poeta de haber nacido en Troya. Pero el tono no es diferente cuando los aqueos mueren, lejos de su hogar. En cuanto a esta otra vida, la vida de los vivos, aparece calma y plena, las breves evocaciones del mundo de la paz se sienten como un dolor: Rompía el alba y se levantaba el día, y ya en ambos lados volaban las flechas y caían los hombres. A la misma hora en que el leñador prepara su almuerzo en los valles montañosos, cuando sus brazos están hartos de cortar los grandes árboles, y el disgusto surge en su corazón, y el deseo por el dulce alimento se apodera de sus entrañas, a esa hora, por su valor los dánaos rompieron las falanges teucras. La Ilíada envuelve en poesía todo lo que no es la guerra, todo lo que la guerra destruye o amenaza; las realidades de la guerra, nunca. Ninguna reticencia vela el paso de la vida a la muerte: entonces le salieron volando los dientes; de los dos lados la sangre le llegó a los ojos; la sangre que de los labios y la nariz iba derramando, con la boca abierta; la muerte lo envolvió como una negra nube. La fría brutalidad de los hechos de guerra se deja sin disfraz; no se hace mofa ni del vencedor ni del vencido y no son ni admirados, ni odiados. Casi siempre el destino y los dioses deciden el cambio de la suerte en la batalla. Dentro de los límites fijados por el destino, los dioses determinan con soberana autoridad la victoria y la derrota. Son ellos siempre quienes provocan esos ataques de locura, esas perfidias que están constantemente bloqueando la paz; la guerra es su verdadero negocio; sus únicos motivos, el capricho y la malicia. En cuanto a los guerreros, vencedores o vencidos, esas comparaciones que los asemejan a bestias o cosas no pueden inspirar ni admiración ni desprecio, sino sólo pesar de que esos hombres sean capaces de ser transformados así. Es posible que haya, ignoradas por nosotros, otras expresiones del extraordinario sentido de la equidad que respira a través de La Ilíada; pero ciertamente no ha sido imitado. Apenas se da uno cuenta que el poeta es un griego y no un troyano. El tono del poema proporciona una clave directa al origen de sus partes más antiguas; la historia quizá nunca será capaz de decirnos más. Si uno cree con Tucídides que ochenta años después de la caída de Troya los aqueos a su vez fueron conquistados, uno se puede preguntar si estos cantos, con sus pocas referencias al hierro, no son los cantos de un pueblo conquistado, del cual algunos fueron al exilio. Obligados a vivir y a morir, "muy lejos de la patria" como los griegos que cayeron ante Troya, habiendo perdido sus ciudades como los troyanos, veían su propia imagen tanto en los conquistadores, quienes habían sido sus padres, como en los conquistados, cuya miseria era como la propia. Todavía podían ver la guerra de Troya después de ese breve lapso de años a su verdadera luz, no glosada aún ni por el orgullo ni por la vergüenza. Podían mirarla simultáneamente como conquistados y como conquistadores, y así percibir lo que ni conquistador ni conquistado nunca vio, porque ambos estaban cegados. Desde luego que esto es una mera imaginación; sólo se pueden ver tiempos tan distantes con la luz de la imaginación. En todo caso, este poema es un milagro. Su amargura es la única amargura justificable, porque brota del avasallamiento del espíritu humano por la fuerza, esto es, en último análisis, por la materia. Este avasallamiento es la suerte común, aunque cada espíritu lo soporta de manera diferente, en proporción a su propia virtud. A nadie en La Ilíada se le ahorra, al igual que a nadie sobre la tierra. Ninguno que sucumbe a él es por este hecho mirado con desprecio. Quienquiera que en el interior de su propia alma y en las relaciones humanas escapa al dominio de la fuerza es amado, pero amado pesarosamente por la amenaza de destrucción que constantemente pende sobre él. Tal es el espíritu de la única verdadera épica que el Occidente posee. La Odisea parece tan sólo una buena imitación, a veces de La Ilíada, a veces de poemas orientales; La Eneida es una imitación que por brillante que sea está desfigurada por la frigidez, la ostentación y el mal gusto. Las canciones de gesta, careciendo del sentido de la equidad, no podrían alcanzar la grandeza: en la Chanson de Roland la muerte de un enemigo no duele ni al autor ni al lector de la misma manera que la muerte de Rolando. La tragedia ática, o en cualquier caso la tragedia de Esquilo y de Sófocles, es la verdadera continuación de la épica. La concepción de la justicia la ilumina sin intervenir directamente en ella; aquí, la fuerza aparece en su frialdad y dureza, siempre acompañada de los efectos de cuya fatalidad no escapan ni los que la usan ni los que la padecen; aquí, la vergüenza del espíritu coercido ni se disimula, ni se envuelve en fácil piedad, ni se exhibe a nuestro desprecio; aquí, más de un espíritu herido y degradado por la desgracia se ofrece a nuestra admiración. Los Evangelios son la última maravillosa expresión del genio griego, así como La Ilíada es la primera: en ellos el espíritu griego se revela no sólo en el mandato dado a la humanidad de buscar el amor por encima de todos los bienes, "el reino y la justicia de nuestro Padre Celestial", sino también en el hecho de que el sufrimiento humano se expone desnudo, y lo vemos en un ser quien es a la vez divino y humano. El relato de la Pasión muestra que un espíritu divino, encarnado, es cambiado por la desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en las profundidades de su agonía, separado de los hombres y de Dios. El sentido del infortunio humano da a los Evangelios ese acento de simplicidad que es la marca del genio griego, y que dota a la tragedia griega y a La Ilíada de todo su valor. Ciertas frases tienen un raro eco evocador de la épica y es el muchacho troyano despachado al Hades, aunque no quiere ir, quien viene a la mente cuando Cristo dice a Pedro: "Otro te ceñirá y te llevará a donde tú no querías". Este acento no se puede separar de la idea que inspira los Evangelios, porque el sentido de la miseria humana es una precondición de la justicia y del amor. Aquel que no se da cuenta hasta qué grado la cambiante fortuna y la necesidad mantienen en subyugación a todo espíritu humano, no puede mirar como semejantes ni amar como se ama a sí mismo a aquellos a quienes el azar separó de él por un abismo. La diversidad de coerciones que apremian al ser humano da lugar a la ilusión de varias distintas especies que no pueden comunicarse. Sólo aquel que ha medido el dominio de la fuerza, y sabe cómo no respetarla, es capaz de amor y justicia. Las relaciones entre la fatalidad y el alma humana, el grado hasta el cual cada alma crea su propio destino, la cuestión de cuáles elementos en el alma sufren transformación por la implacable necesidad a medida que se ajusta el alma a los requerimientos del cambiante hado, y por otro lado, cuáles elementos son los que se pueden preservar a través del ejercicio de la virtud y por efecto de la gracia, toda esta cuestión está cargada de tentaciones de falsedad, tentaciones positivamente reforzadas por la soberbia, la vergüenza, el odio, el desprecio, la indiferencia, por la voluntad de olvidar o por la ignorancia. Aún más, nada es tan poco frecuente como ver la desventura retratada con equidad; la tendencia es tratar al desventurado como si la catástrofe fuera su vocación natural, o ignorar los efectos de la desgracia en el alma, esto es, suponer que el alma puede sufrir y no quedar marcada por ello, que puede, de hecho, no permitir ser modificada a imagen de la desgracia. Los griegos, generalmente hablando, estaban dotados con una fuerza espiritual que les permitía evitar el autoengaño. La recompensa de esto fue grande; descubrieron cómo lograr en todos sus actos la máxima lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que fue transmitido de La Ilíada a los Evangelios vía los poetas trágicos, nunca saltó las fronteras de la civilización griega; una vez destruida Grecia, nada quedó de su espíritu, excepto pálidos reflejos. Ambos, los romanos y los hebreos, se creían exentos de la miseria que es la suerte humana común. Los romanos veían a su nación como la escogida para ser la señora del mundo; con los hebreos, era su Dios quien los exaltaba, y retenían su posición superior en tanto Lo obedecieran. Extranjeros, enemigos, pueblos conquistados, súbditos, esclavos, eran objeto de desprecio para los romanos; y los romanos no tuvieron épica, ni tragedias. En Roma la lucha gladiatoria tomó el lugar de la tragedia. Con los hebreos, la desgracia era un indicación segura de pecado y, por tanto, objeto legítimo de desprecio; para ellos, un enemigo era aborrecible a Dios mismo y condenado a expiar toda clase de delitos —este es un punto de vista que hace permisible la crueldad y en realidad indispensable. Ningún texto del Antiguo Testamento da una nota comparable a la nota que se oye en la épica griega, a no ser ciertas partes del libro de Job. A lo largo de veinte siglos de cristianismo, los romanos y los hebreos han sido admirados, leídos, imitados, en palabra y en obra; sus obras maestras han proporcionado la cita pertinente cada vez que alguien quiere justificar un crimen. Aún más, el espíritu de los Evangelios no ha pasado en estado puro de una generación cristiana a la siguiente. Soportar el sufrimiento y la muerte alegremente se consideró desde el comienzo mismo como señal de la gracia en los mártires cristianos —como si la gracia pudiera hacer más por un ser humano de lo que pudo hacer por Cristo. Aquellos que creen que Dios mismo, una vez que se hizo hombre, no pudo enfrentar la aspereza del destino sin un largo estremecimiento de angustia, debieran haber comprendido que el único pueblo que puede dar la impresión de haber accedido a un plano superior, que parece superior a la miseria humana ordinaria, es el pueblo que apela a las ayudas de la ilusión, la exaltación, el fanatismo, para ocultar a sus propios ojos la aspereza del destino. El hombre que no usa la armadura de la mentira no puede experimentar la fuerza sin ser alcanzado por ella hasta el alma. La gracia puede impedir que este toque lo corrompa, pero no le puede ahorrar la herida. Habiéndolo olvidado demasiado bien, la tradición cristiana puede sólo en raras ocasiones recuperar esa simplicidad que hace tan dolorosa cada frase de la historia de la Pasión. Además, la práctica de imponer la conversión por la fuerza arrojó un velo sobre los efectos de la fuerza en las almas de aquellos que la realizaron. Pese a la breve intoxicación provocada en la época del Renacimiento por el descubrimiento de la literatura griega, no ha habido, en el transcurso de veinte siglos, reaparición del genio griego. Algo de ello se ve en Villon, en Shakespeare, Cervantes, Molière y —sólo una vez— en Racine. Los huesos del sufrimiento humano se exponen en L'école des femmes y en Phèdre, en el contexto del amor —extraño siglo en verdad, que tomó el punto de vista opuesto al del periodo épico, y sólo reconoce el sufrimiento humano en el contexto del amor, mientras insiste en cubrir de gloria los efectos de la fuerza en la guerra y en la política. A la lista de escritores dada arriba, unos cuantos nombres más se podrían añadir. Pero nada que los pueblos de Europa hayan producido vale el primer poema conocido que apareció entre ellos. Quizá todavía descubran el genio épico, cuando hayan aprendido que no hay refugio que proteja del destino, aprendido a no admirar la fuerza, a no odiar al enemigo, a no burlarse del desafortunado. Qué tan pronto ocurra esto, es otro asunto. Fuente: http://www.uam.mx/difusion/revista/feb2001/selva.html
- Post Guardia IX / Débora Chevnik
Una piba de 15 va a un hospital porque siente ataques de crisis. Profesionales psi lo cuentan con los ojitos achinados, una sonrisa con hoyuelos en las mejillas, con el mentón levemente hacia adelante, los hombros amistosamente encogidos, las cejas inclinadas hacia arriba, solo en su extremo interno. Voces psi dicen: “nosotros le explicamos. Lo que tenés no son ataques de crisis. Pueden ser: ataques de pánico o crisis de angustia”. Al decir ataques de crisis, la gestualidad psi, pone dos deditos de cada mano, juntos, en el aire, imitando unas comillas. El tono del relato y la sonrisa recuerdan esa ternura que provocan lxs chicxs cuando empiezan a hablar y confunden las palabras. Los gestos psi evocan eso bonachón y exigente de las buenas maestras de primer grado en el primer día de clases cuando toman, tiernamente, con sus dos manos, la carita delx niñx recién egresado del jardín para explicarle cómo son las cosas a partir de ahora. En esta ocasión, se trataba de una joven que había perdido mucho peso. Estaba gravemente adelgazada y la pediatra le había indicado dejar de ir a la escuela para reducir el gasto de energía. Una joven que no se había animado a decirle que no tenía un trastorno de la imagen corporal, como ella le había sugerido durante el interrogatorio (1). Una piba que había perdido a su padre y a su mejor amiga, ambxs por enfermedades despiadadas. En la casa, sola, cumpliendo las indicaciones, ahorrando energía, descubría una tristeza infinita; sentía ataques de crisis. Eso, ataques de crisis. Ni “ataques de crisis”, ni ataques de pánico ni crisis de angustia. Comprender el dolor, ordenarlo, acariciarlo con gestos de ternura apócrifos. Hilvanarlo con manuales, formarlo, nombrarlo en U.S. english pero en castellano. Consentir los nombres colonizados que la urgencia acostumbra suscitar. Ausentar una poética, un presentimiento, una experiencia (sensible) que busca jugar. (1) En los hospitales, también, algunas “conversaciones” se llaman así. Carlos Alonso, Manos anónimas XI (1984)
- Bajo ese azul dilatado. Esquirlas del miedo. 7º entrega / Marcelo Percia
Agosto 2020 Esquirlas van y vienen con sus heridas. Dicen cosas y se desdicen. Saben y no saben qué pensar. Se extienden como notas inconexas, sin ataduras ni costuras. Fragmentan sueños prendidos fuegos. Cavilan ruinas del presente. Recogen mudeces. Verifican si hay cuerpos que todavía respiran. Lo saben sensibilidades esquirladas: después de un largo tiempo de catástrofe, para no rendirse, se aprende a prescindir del miedo, de la seguridad, de las metas, de la ficción de sí. Esquirlas implosionan palabras. Las rompen por dentro. Derrumban paredes que separan unas de otras. Una lengua, así despedazada, no vela dolores. Aforismos y fragmentos coinciden en el escaso número de líneas herméticas, pero mientras aforismos se cierran con satisfacción en el último punto, fragmentos se saben restos irreconocibles de continuos naufragios. Se necesitan para sobrevivir cuidados y suertes. A las suertes (buenas o malas) se las inclina y se las ayuda con cuidados y a los cuidados se los acompaña con suertes. Pero nada de eso alcanza sin el relevo de cercanías amorosas y atentas que tejen súbitas redes que sostienen. Héctor Libertella (2000) calcula las proporciones de una gran red: “98,5 por ciento de huecos y agujeros entre nudos, y apenas 1,5 por ciento de materia concreta hilo”. Así, como esos necesarios lazos entre vacíos que respiran respetados, se puede pensar un amor, una amistad, un común estar. Interesan las redes más por lo que sostienen que por lo que atrapan, más por lo que dejan escurrir que por lo que retienen. La idea de “un común cuidar” no concierne solo a urgencias sanitarias en tiempos de pandemias, postula un modo de vivir. Así piensa Deligny una clínica, en casas de convivencia, como derecho a la vida en red: como vagabundeo sostenido entre cercanías respetuosas de las distancias. Añoranzas que temen lo peor se aferran a lo que hace daño. Un dibujo de Tute presenta a una mujer parada de perfil con la mirada hacia un frente vacío que dice: “Quiero volver a la vida miserable que tenía antes”. No tenemos angustia, pertenecemos a ella. Pertenecer a la angustia quiere decir pertenecer a la vida. Lo viviente tiembla en sensibilidades que, cuando se aproximan confiadas, calman temores, causan abrigos, alojan deseos. Avideces hostiles lastiman proximidades y lejanías. También traicionan confianzas. Así la vida en común, siempre en peligro. Negaciones de que el virus enferma y mata, apelan también a desmentidas que dicen que, aun cuando se necesitan cuidados, resulta peor la cuarentena porque mata a la economía. Angustias perciben, de un modo difuso, que peligra la vida y que se necesita protegerla del capitalismo. No se puede escapar a lo inevitable. Las fugas fallidas no evitan el dolor. A veces, lo congelan, lo mantienen intacto, amurallado, y alargan, así, sufrimientos sin fin. Alegrías sobrevienen como burbujas que se elevan desde la aflicción. Espumas porosas se agitan en el aire, vagabundean disponibles, estallan en un común reír, por el solo gusto de hacerlo. Sin discontinuidades, intervalos, separaciones, golpes, disrupciones, iluminaciones, como dice Bergson, solo pasaríamos -sin saberlo- por un continuo fluir sin fin. La demasiada vida arranca voces que repiten, una y otra vez, sin bastarse: ¡Qué difícil vivir! ¡Qué difícil saber cómo! ¡Qué difícil no poder! Así, entre dudas y asfixias, se tienta una posibilidad. Tentativas deciden actuar, aunque no consigan ni resuelvan nada. Horacio González, a propósito de una sombra de hollín que quedó como huella de una mujer quemada debajo de un puente en el que dormía en esta ciudad, pregunta: “¿Quién sabe lo que puede un Odio? ¿Quién se anima en nombre de esas tinieblas del corazón a hacer brasas de una vida?”. Maldades y odios no se explican por personalidades viciosas y criminales. Se trata de sentimientos siempre disponibles en una civilización que incita lucros y decide qué vidas tienen valor. Maldades y odios colonizan arrogancias fallidas que se defienden y cobran valentía dañando. En El corazón en las tinieblas (Heart of darkness), Joseph Conrad (1899) expresa algo difícil de admitir: “La fascinación de lo abominable”. La fuerza cautivante de un nocivo poder que se hace temer acatar, imitar. Dolores acontecen en sensibilidades como avatares de la vida. Maldades y odios, amores y solidaridades, rondan tiempos del capital como disponibilidades sentimentales que alfabetizan corporeidades clasificadas y disciplinadas. Se dice “no puedo creer lo que está pasando”, mientras se está viviendo, cada día, eso que se sigue sin poder creer. Se declara “increíble” lo que desconcierta, asombra, se teme, se rechaza. Manotazos de ahogo, hasta que llegue (o no) el auxilio de un común pensar. No se tiene una personalidad ni muchas como prefería Oliverio Girondo (1932): “Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades”. Adherimos a colecciones de reacciones automatizadas. Esas afiliaciones, al comienzo involuntarias, con el tiempo se imponen como necesarias y eternas. Repertorios ayudan a vivir abreviando la vida. Pululamos como intérpretes especializados en unas pocas reacciones. Se dice: “Tengo que tomar las riendas de mi vida”. Pero la vida no tiene riendas. No se la conduce como a una bestia domesticada. Se vive, sin riendas y sin dominios. Solo eso. Roland Barthes (1977), en Fragmentos de un discurso amoroso, detecta un falso dilema del mercado de consumos afectivos: durar o arder. Cuestión que recorre la literatura romántica desde el siglo XVIII. Tras el fastidio respecto de lo que se llama un amor viable, pregunta: “¿Por qué durar es mejor que arder?”. Advierte que la idea de viabilidad actúa como botón de sujeción biopolítica. Se trata de arder y, también, de hacer durar el ardor. Como una lectura que se lamenta que termine y se la hace durar contándola. La simplificada opción entre arder o durar tensiona también la vida del rock. Kurt Cobain (1994) deja una carta, antes de dispararse con una escopeta, en la que cita un verso de Neil Young (1979) que dice: “Se me ha acabado la pasión, y recuerden que es mejor quemarse que apagarse lentamente”. John Lennon (1980), consultado por esa canción, meses antes de que lo mataran, responde: “Es mejor desvanecerse como un viejo soldado que quemarse”. Gustavo Cerati (2006), haciendo alusión a la misma cuestión, escribe: “Y que durar sea mejor que arder”. Se suele citar esta confesión de Bukowski: “A veces solo duele existir: respirar duele, levantarse cada mañana duele, sonreír y llorar duele. No se puede reprochar a alguien que quiera abandonar la vida. No siempre se soporta tanto dolor. Me salvaron el alcohol, los cigarrillos, la literatura; pero no siempre se encuentra una salvación”. No se trata de salvarnos del peligro de vivir, no hay resguardo seguro. Tal vez se podría aspirar, como quería Artaud, a extraer -de un común hacer- ideas que tengan la fuerza del hambre, la persistencia del dolor, el rigor y la implacabilidad de la peste. “Nos falta una válvula de escape”. Se llama válvula de escape a una pieza de metal que permite la expulsión de gases que se generan dentro del cilindro de un motor cuando se quema la mezcla de aire y combustible durante el tiempo de explosión. En una precisa traducción de Silvina Ocampo, el comienzo de un poema de Emily Dickinson (1886) dice “Sentí un funeral en mi cerebro”. Así el dolor, el repicar de culpas, reproches, frustraciones. Hostilidades que no cesan. No poder un silencio sereno. “…como si todos los cielos fueran campanas / y existir solo una oreja”. Sensibilidades excedidas, sobrepasadas por la tanta vida, a veces, no despiertan de la pesadilla. Difícil admitir el lado funesto del mundo del Capital. Crueldades y destrucciones embotan deseos. Y algo todavía peor: pesimismos y escepticismos conceden protagonismo a goces mortíferos y quejosos. Esta civilización niega la vulnerabilidad. Niega la muerte irremediable. Niega la fragilidad de sensibilidades expuestas a las vejeces. Niega la acumulación de violencias del común vivir. Divide poblaciones entre vidas protegidas en abundantes dineros y muchedumbres apiladas en zonas de desprecio. Esta civilización niega la vulnerabilidad. Culpabiliza a quienes se enferman e incluso se mueren. Economías depredan, concentran riquezas, condenan existencias, pero responsabiliza a quienes no tienen trabajo. La fantasía de invulnerabilidad solo cuenta con una equivalencia: la de la inmortalidad. Privilegios de la juventud, desmesuradas riquezas, provisorias inmunidades, no garantizan la gracia de lo invulnerable. Tetis sumerge a su hijo Aquiles en el río Estigia para hacerlo inmortal, solo el talón en el que lo sostenía no pudo recibir la protección de las aguas. Sigfrido mata al dragón que custodia el tesoro de los nibelungos. Se baña en su sangre para volverse invulnerable, pero una hoja de tilo adherida a su espalda impide el milagro completo. Literaturas escriben muchas veces estas historias bajo diferentes formas. Normalidades dicen “todos somos mortales, pero los pobres son vulnerables”. La sensación de invulnerabilidad -que se paga a precios altos- necesita desigualdades, sufrimientos, injusticias, para fortalecerse. La ruptura de la normalidad supone, entre otras cosas, la suspensión de la fantasía de invulnerabilidad que difunden hablas de la producción, el rendimiento, el consumo. Hablas de los bancos, los seguros, las medicinas privadas. Esta civilización practica la crueldad vulnerando vulnerabilidades. La actual pandemia (si no persiste el ensañamiento) podría oficiar como rito de iniciación planetaria, como aprendizaje de cuidado de una común vulnerabilidad. Cuando la muerte se muestra irremediable, solo cuenta la despedida, el darse a una serena aflicción que no la repudie ni la niegue. Entonces esa común vulnerabilidad se abraza (aunque a veces con rabia) a la tristeza. Una cosa depresiones; otra, tristezas. Depresiones no tienen ganas de vivir, tristezas se apenan por las ganas de vivir malogradas, contenidas, contrariadas. Una cosa el regodeo en el desaliento, otra la tristeza que se duele por lo perdido. Una cosa el lamento sin fin, otra la pena que transita lo inevitable. En los bajos fondos planetarios, la expresión “población de riesgo” equivale a una condena estadística: mucha edad, mala salud, ningún dinero, exigua suerte, confirman el perfil de las vidas sentenciadas. Números, estadísticas, descripciones de sucedidos, interpretaciones, sentencias: consumimos datos como alimentos balanceados para mascotas. Los datos no pueden ni saben traducir sensibilidades. La diferencia entre un sentimiento y un dato reside en la vida estremecida. Versiones sobre acoso escolar describen sufrimientos de las víctimas (aislamientos, marginaciones, estigmatizaciones, exclusiones, hostigamientos, coacciones, intimidaciones, amenazas, violencias). También analizan características de quienes agreden, quienes padecen y las situaciones en las que se encuentran. Quienes repiten el término bullying, desconocen enseñanzas de Pichon-Rivière: fragilidades amuralladas en bravuconadas, se defienden depositando lo silenciado, lo negado, lo temido, lo insoportable, en receptividades que, entonces, cargan con esos males y negatividades. Lo silenciado, lo negado, lo temido, lo insoportable (la enfermedad y la muerte), ¿se transfiere a la cuarentena como causa del mal? Juan José Saer (1982) cuenta la historia de un grumete español que, a principios del siglo XVI, se embarca en una expedición al Río de la Plata. Al llegar se encuentran con una tribu pacífica -aunque antropófaga- que siguiendo la costumbre se come a toda la tripulación, salvo al muchacho, a quien adopta. El sobreviviente vive entre existencias que hablan una lengua que desconoce, que no entiende, que no sospecha. La novela narra la serena perplejidad ante lo extranjero, lo extraño, lo ajeno, lo otro. El entenado comienza con estas palabras: “De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto”.
- Borrascas que nos suceden. 8º entrega / Marcelo Percia.
Agosto 2020 Miedos que nos habitan presienten la inminencia de lo peor. Se balancean entre la enfermedad y el despojo, entre la muerte y la disolución del peligro. Escritos por entregas suspenden conclusiones, aplazan desenlaces, sostienen indecisiones. Prefieren cortes y heridas, antes que argumentaciones cerradas. Serenas indeterminaciones laten en cada fragmento. Obstinadas inclinaciones por lo inacabado. Oliverio Girondo (1925) comienza Calcomanías con una sentencia tomada del Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián (1647): “Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Lo malo, si poco, no tan malo”. Esquirlas practican brevedades, pero no para conjurar o mitigar lo malo. Se expresan encogidas y concisas, con alientos cortos y agónicos. A veces, solo se expanden en doscientos ochenta caracteres admitidos en una plataforma de micro escrituras. Esquirlas no hacen alardes minimalistas, se inclinan por lo despojado. A veces, preferible que el cuerpo duela, antes que alucinar imágenes y voces terribles. Preferible incisiones en la carne, antes que sentir nudos en la garanta, rencores que apuñalan, deseos que se ausentan. Cuando no queda defensa o resguardo que suavice lo insoportable, cuando ni siquiera la peligrosidad sirve como escudo protector, desesperaciones apelan a la última soberanía: la de dañar la excedida existencia que habitan. El riesgo de la noción de alteridad reside en que consolida reducciones, enfrentamientos, representaciones congeladas. No se cuida a otro, se cuidan orfandades, intemperies, oscilaciones. Orfandades cuidan orfandades, intemperies abrigan intemperies, oscilaciones escuchan oscilaciones. Potencias de cuidar, abrigar, escuchar: cuidan, abrigan, escuchan a otras potencias replegadas. No se trata de “hacer propio el dolor de otro”, sino saber estar en el súbito instante que disuelve fronteras. Momento que precipita un común sentir que arrastra. Una corriente de dolor que tira con fuerza hundiéndonos en tristezas que pertenecen al vivir. Se necesitan protocolos sanitarios y normativas que prescriban cómo actuar mejor en todos los casos. Pero fragilidades que requieren ayuda necesitan, también, que se atiendan excepciones. Lo que no significa privilegios, sino demoras imprevistas y derecho a la atención de lo que no encaja en la regla. Preferencias evitan discusiones tediosas. Cuando se repite la fórmula “producción de subjetividad”, se podría sugerir (por ahora) “producción de sujeciones”. Cuando se propician acciones para soltar lo que aprisiona, preferible sugerir “liberación de sensibilidades” o “emancipación de demasías”. Automatismos del habla repiten frases hechas, parasitan enunciados ya establecidos. El proceso de Kafka (1925) presenta dos de las preguntas más intrincadas de la vida en común. Una: se me acusa de algo, pero no entiendo de qué. Dos: no sé qué esperan de mí. Advenimos perplejidades hostigadas por imperativos que agitan ideales inalcanzables y por exigencias que no se satisfacen nunca. Continuas evaluaciones reprochan cosas que quedan pendientes, rechazan acciones realizadas por mal hechas o por considerarlas insuficientes. Desprecios gozan haciendo sufrir. Hablas del capital infiltran recuerdos y sentimientos como cosas vividas. Editan y acomodan memorias. Asignan gracias y desgracias entre naciones, géneros, divisiones sociales. Amansan rebeldías, sosiegan cuestionamientos, moderan disidencias. Y, después de todo eso, proclaman que cada soberanía disfrute de su libertad. Singularidades acontecen no representables, no clasificables, no particularizadas. No se trata de “mi singularidad” ni de “la singularidad de cada uno”. Ni posesión personal ni cualidad de la unidad masculinizada. Singularidades sobrevienen como momentos únicos e irrepetibles en un común estar. Una de las circunstancias difíciles de encuentros clínicos por teléfono (o por otras formas que los posibilitan en las distancias) reside en los silencios. Esos íntimos momentos callados entre cercanías. Muchas veces, ahora, violados por la pregunta ¿Estás ahí? Otra circunstancia reside en la ausencia de mirada. La mirada no acontece solo en un rostro que ve. Miradas hieren, abrazan, desnudan, abrigan, escuchan voraces, responden antes que las palabras. Incluso cuando se suspende la visión, la mirada está ahí, sosteniendo lo que dice una entrega que habla recostada sobre un diván. Casi todo puede el hablar y casi todo y más puede el silencio. En Extracción de la piedra de locura, Alejandra Pizarnik (1968) escribe: “De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque”. Si la alegría no se reduce a una fantasía de felicidad ni a una sonrisa ejercitada, actúa como potencia que resiste el dolor, la lamentación, la pesadumbre. Incluso sobreviene como fuerza de lucha. Preguntas: ¿qué hacer ante el terror, los dolores del amor, la muerte? Dolores del amor y la muerte advienen, inevitables. Pero, el terror: una fatalidad de la civilización que se podría evitar. Ochenta y tres fortunas del planeta escriben una carta: “Hoy, nosotros, los millonarios y multimillonarios que suscribimos esta misiva les pedimos a nuestros gobiernos que nos aumenten los impuestos. Inmediatamente. Sustancialmente. Permanentemente”. ¿Vergüenzas? ¿Culpas? ¿Conveniencias? ¿Filantropías? ¿Contribuciones de capitales buenos? ¿Menudencias que disimulan grandiosas evasiones? Urgen extender prácticas planetarias de un común vivir, una común igualdad, una común justicia, una común equidad. Hace falta poner en marcha un plan detectar de alegrías que se dan a la amistad, a la fraternidad, a la cooperación, a la hospitalidad, al cuidar, al abrigar, a las ternuras que alojan. Se necesitan millonadas de sensibilidad. El dios del génesis (meticuloso, sistemático, prolijo) comienza dividiendo las todavía no cosas indiferenciadas del caos en pares opuestos. Esa pasión binaria arranca separando la luz de la oscuridad. La idea de humanidad realiza dos tareas: distinguirnos de los dioses y del resto de lo viviente. Pero esa indistinción sigue siempre presente. Aprendimos con Nietzsche que se podía habitar el vértigo: la indeterminación como condición de posibilidad, la alegría como disponibilidad alojadora de lo imprevisible. Sin deseo se vive en la nada. En el vientre de la nada espera el deseo. Katherine Mansfield (1922) anota en su Diario (un año antes de su muerte a los treinta y cuatro años) que lo peor del sufrimiento reside en que sentimos que no tiene límites. Cuando creemos haber tocado fondo, nos hundimos todavía más. Recomienda no resistirse, confiar en que no puede durar tanto, admitirlo como condición del vivir. Aconseja respirar. Escribe: “Hoy estoy en un cenagal de desaliento, y como todas las vidas que están así, estoy fea, me siento fea”. O en otro pasaje dice que sobrelleva antenas muy sensibles que reciben tal cantidad de impresiones que, por eso, se siente capaz de tanto entusiasmo y tanto desánimo. Con la muerte del amigo desertan deseos. Leonardo Favio (1978) tras despedirse de Leopoldo Torre Nilsson dijo que hacemos cosas para enamorar a la amistad, para deslumbrarla, para agasajarla, para merecerla. Y que nada se compara con el ardor de esa fuerza que nos hace hacer. El recuerdo no puede más que la muerte, pero lo poco que puede alcanza para llorarla. Deleuze (1988) piensa (en una de las entrevista que le hace Claire Parnet) que no se desea a alguien o algo, sino que se desea en un conjunto, en una constelación, en un ensamble, en una composición, en una conjunción. No solo cambia la preposición, objeta creencias en un tesoro profundo, esencial, personal: se desea en un espacio, en un tiempo, en un común estar. El siglo diecinueve europeo siente el peligro de las masas como fuerza política en las calles. Le Bon (1895) las piensa como desenfreno y amenaza, tanto del orden social como del recato individual. Cree que sin tutela de una aristocracia normalizadora, masas sin racionalidad solo pueden la destrucción. Poe (1840) en el “El hombre de la multitud” describe a la muchedumbre como conglomerado de figuras insensibles que pasan unas junto a otras, obnubiladas y ensimismadas, cada una con sus dramas y miserias. El pintor belga James Ensor (1896) realiza un pequeño grabado, “La muerte persiguiendo al rebaño humano”, en el que un esqueleto con guadaña y patas de buitre amenaza a una abigarrada multitud fantasmal que baja por una estrecha calle. Una corriente macabra de pánicos, estupores, soledades. La figura que marcha al frente, casi saliéndose del cuadro, se toma la cabeza con las manos. Se extrañan algarabías de percusiones y ritmos disímiles que concurren a una misma plaza con alegrías, dolores, silencios. Se extrañan transpiraciones disidentes que bailan y se respiran no amenazadas de muerte. No se trata de la tensión entre lo individual y lo colectivo, ni entre lo singular y lo plural, sino del derecho a vivir entre cercanías y distancias. Una opción sin coagular para soledades próximas y lejanas. El deseo de un común estar cercano y distante, a la vez. Esta idea no reitera el relato de los puercoespines de Schopenhauer citado por Freud. Esas criaturas cubiertas de púas que se aproximan para darse calor pero que, al mismo tiempo, necesitan alejarse para no lastimarse. Un común estar solicita derecho a cercanías y a distancias porque sí. Por el derecho del mero estar. No para evitar daños ni para prevenir disputas entre afectividades que se repelen. Uno de los problemas reside en que las palabras sociedad, comunidad, colectivo, arrastran uniformidades, soldaduras, homogeneidades, regimentaciones. El arrullo de las soledades necesita de la mirada, de la voz, del abrazo, del movimiento. Se repite la fórmula sujeto dividido como contraseña de pertenencia al psicoanálisis. Pero, ¿por qué privarse de decir entrañas estrujadas, recepciones traspasadas, abundancias insubordinadas, querencias que no siguen el redil normalizador? ¡Ay… las heridas coloniales! Algunas expresiones llevan un collar en el cuello. Se distinguen las arrogancias que las emplean por cómo mueven la cola. Una cosa pensamientos pre-freudianos, otra reiteraciones que emplean el vocablo sujeto como automatismo no interrogado. Se trata de cuestionar la unidad de esa ficción, no solo dividirla. Respiramos, hablamos, tosemos, estornudamos, expandimos en el aire partículas que pueden contener patógenos de un virus contagioso. Parquedad y crudeza técnica concentra la expresión “distanciamiento social”. Pero ¿cómo nombrar la conveniente lejanía entre cercanías que se aman y se necesitan? Ni temores, ni normativas, ni persuasiones, ni sabios consejos, alcanzan. Piensa Spinoza (1677) que no deseamos algo por juzgarlo bueno, sino que lo juzgamos bueno porque lo deseamos. Urge desear la distancia, volverla buena. No conviene acarrear como legado clínico la idea de psicopatía ni la etiqueta de psicópata como identidad individual o cualidad personal. La crueldad nos habita como tentación agazapada. No se la puede expulsar de la vida en común. Se necesita interrogarla como sujeción. Como embriaguez de un poder que daña. Como explotación de intemperies que se someten ilusionadas en recibir protección absoluta. Como fragilidad que niega la fragilidad abusando de ella. Se confunden delicadezas con debilidades. Sin embargo, delicadezas cuidan y sostienen. Como en esa foto en la que Evita sigue llorando abrazada a Perón. Delicadezas saben la pausa, saben la espera, saben la confianza. Saben estar ahí: en el silencio que suaviza la angustia. En el comienzo de El Banquete se asiste a la pregunta ¿quién te relató lo que me vas a contar? En el inicio de Fedón, se quiere saber quiénes acompañaron a Sócrates en sus últimas horas. A lo que se aclara que, entre los amigos allí presentes, Platón había faltado porque estaba enfermo. En ambos casos, asistimos al relato de algo que pasó contado por quien no estuvo presente en lo ocurrido. Alguien cuenta aquello que le contaron. Estos Diálogos introducen, de entrada, vacilación, duda, incertidumbre, en la credulidad que desea saber. Recuerdan que, aun eso que se considera la propia experiencia, sobreviene siempre precedida por una composición anterior que modela lo que se está viviendo. La transmisión no se realiza por la fidelidad o exactitud de lo narrado, sino por la confianza en quien narra. La recepción amorosa de un relato al que se asiste con la credulidad herida. Conviene abandonar la idea de verdad. Dejar de usar esa palabra. Recordar que en ella se instalan poderes que dominan y confunden. Asentar en su lugar no la falsedad, sino una incógnita soberana. Una indecisión que se decida por un relato. Una responsabilidad que asuma las consecuencias. Convengamos: hay quienes siguen llamando “aparato psíquico” o “psiquismo” a una ficción teórica, a una fantasía del pensamiento. Solo una fórmula convenida para mitigar el desconcierto. Así como Nietzsche considera que el yo o el alma se ofrecen como errores útiles, lo mismo cabe para el vocablo psiquismo. Errores útiles, se podrían pensar como ficciones dadoras. Fábulas que abrigan. Pero, en un momento, lo útil se torna inútil y lo que estaba para dar, sustrae. Al cabo, todos los artefactos iluminan oscureciendo. La locución preposicional “a pesar de” reseña cómo estamos viviendo. Pese al dolor, a la tristeza, a no poder abrazar, a no poder viajar, a no tener empleo, a no saber hasta cuándo. La expresión “a pesar de” atestigua cómo seguimos viviendo sin ceder a la negación, en tiempos de adversidades, fatigas, infortunios. Algunos refranes consuelan en tiempos de miedo y cansancio. Uno dice “No hay mal que dure cien años” y remata para despejar dudas “…ni cuerpo que lo resista”. Otro afirma que “No hay dolor que la muerte no acabe”. Otro alivia recordando: "Siempre que llovió, paró". Para no desanimarse por tantas desgracias que sufren, Quijote dice a Sancho: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”.
- Una voz propia en la universidad / Germán Prósperi
El presente texto se compone de extractos de una charla virtual que Germán Prósperi dio el 20 de agosto de 2020, titulada “El tábano y el parricida. La importancia de matar al Padre en la práctica filosófica”, organizada por estudiantes de la Comisión de Filosofía de la Universidad Nacional de la Plata. Yo diría que hay dos grandes momentos cuando uno hace una carrera universitaria, o al menos eso me pasó a mí. Creo que hay un primer momento que es como un deslumbramiento, un enamoramiento. Entrás a la carrera y te encontrás con un montón de autores y autoras, te deslumbrás, te enamorás. Hay un enamoramiento con la escritura o el pensamiento de ciertos autores y autoras con las cuales conectás, como pasa con las personas. Y esa conexión es fundamentalmente afectiva al inicio. Eso para mí tiene que ser así, está buenísimo que sea así, que nos relacionemos afectivamente con el pensamiento y con la filosofía y con los autores y las autoras. Porque, si no está eso, si no está esa conexión afectiva, no pasa nada. Que haya una conexión afectiva significa que, cada vez que pensamos filosóficamente, la vida misma, nuestra vida, está puesta en juego. Es comprometerse en un sentido visceral con el pensamiento. A muchos y muchas nos habrá ocurrido: empezás una carrera y te deslumbrás, conocés un montón de autores, temas y pensamientos de los cuales te enamorás. Es algo muy extraño, casi misterioso. ¿Por qué conectás con ciertas escrituras y pensamientos y no con otros? ¿Por qué te conmueven de un modo que otros no? Pero sucede eso, es muy curioso. Yo me lo explico apelando a un fenómeno de acústica. Quienes hacen música seguro lo conocen. Te ponés a tocar la guitarra o el piano y de repente tocás una nota –en general las notas más graves– y entonces vibra, por ejemplo, la chapa del calefactor. Eso se llama vibración por simpatía. Tocás una nota y vibra el calefactor, pero tocás la nota de al lado y no vibra, o al menos no lo hace con la misma intensidad. Es decir, vibra en esa frecuencia y no en otra. A mí me parece que con los textos y los autores pasa algo similar. Leés un texto, un poema o lo que fuere, y hay como una frecuencia en el texto, en ese pensamiento, que hace que algo en uno mismo vibre también. Se genera como esa simpatía casi inexplicable. Cuando eso sucede, es que se ha establecido una suerte de nexo, de gancho deseante. Y entonces hay que darle para adelante. Uno se pone a estudiar a ese autor, y es fantástico que así sea. Estamos deslumbrados: son autores que admiramos. Nos dedicamos mucho tiempo a estudiarlos. Es como el momento en que uno firma un pacto. Hay algo fáustico allí: firmás un pacto con el demonio. Le permitís de algún modo a ese autor o a esa autora de la cual te has enamorado que te posea: le das tu alma para que te conduzca y te muestre un mundo posible. Es como un pacto tácito, y está buenísimo. Ahora bien, me parece que llega un punto en donde la misma filosofía nos exige dar otro paso más. Y ese segundo paso es el que nos muestra, creo yo, la figura del extranjero, este personaje del diálogo platónico.[1] ¿Cuál es ese paso? Para seguir con nuestra imagen, digamos que es la ruptura del pacto, el parricidio. Me parece que es necesario, para responder a la exigencia de la filosofía, que el pacto que hemos firmado con ese autor sea roto. Sobre todo con los autores y autoras a quienes más amamos. Es necesario que en determinado momento sea destruido ese pacto, que, si antes le habíamos dado la mano al Padre para que nos acompañe y nos muestre un mundo posible, podamos, llegado el momento, soltar esa mano. Este segundo paso es importante que suceda, me parece a mí. Como si la última cláusula del contrato estableciera, en verdad, su autodestrucción. Si se trata verdaderamente de un pacto amoroso y filosófico, entonces ese pacto contempla que se rompa; contempla que el autor sea traicionado. Pero lo interesante es que esa traición es uno de los mayores gestos de amor hacia el autor. ¿Por qué lo traiciono? Y, lo traiciono porque lo amo. No es que amo tanto los contenidos de su pensamiento, lo que amo fundamentalmente es la relación que el autor tiene con el pensamiento. Por supuesto que se aman siempre los pensamientos, hay autores y autoras cuyas ideas amo profundamente. Lo mejor que nos puede pasar a quienes intentamos pensar alguna cosa es que venga alguien y nos diga “no, no estoy de acuerdo con esto” y nos refute. Eso significa que el pensamiento está siendo tomado en serio. Es muy exigente la filosofía en ese sentido. Nos exige ponernos en juego todo el tiempo en el pensamiento. Matar al Padre, asumir un nombre propio, es correr un riesgo. Es arriesgado, como saltar al vacío, porque no está más esa instancia, esa figura en la cual nos podíamos escudar. “Si yo estoy explicando lo que dice X, el Padre, y surge alguna crítica, bueno, esa crítica habrá que dirigírsela al Padre”. Si, en cambio, uno asume un nombre propio, el error lo cometés vos. Hay un salto, entonces, y me parece muy importante fomentarlo. A mí me interesa mucho potenciar este segundo momento, la ruptura del pacto. Uno podría preguntarse por qué es tan difícil esto, y podría haber muchas explicaciones, de índole psicológica, sociológica… Lo cierto es que hay un temor muy difundido en la institución universitaria –recordemos, pública y gratuita, de la cual yo formo parte y admiro un montón– que es una especie de temor a equivocarse o a cometer un error. Es una locura eso. No se puede pensar con todo eso; asumir un nombre propio implica cometer errores. Creo que se juega algo del orden de lo existencial, cercano a la ética existencialista. Hablar en nombre propio significa asumir la angustia y la incertidumbre de que ya no hay un otro paterno en el que podés escudarte. Me da la sensación de que a veces la propia institución universitaria fomenta este primer momento, el momento del deslumbramiento, del enamoramiento con los autores. Y esto es fundamental que suceda, como dije. Pero, de algún modo, no veo con tanta frecuencia que se fomente el segundo momento, el momento parricida. No sé por qué y tampoco tengo la respuesta para esto. A mí, y estimo que también a todos aquellos que nos dedicamos a la filosofía, me interesaría más formar parricidas que profesionales; me interesaría más formar traidores que especialistas. Porque me parece que le hacen más justicia a la filosofía en cuanto tal, responden a esa exigencia, a ese llamado del pensamiento a ponerse en juego. En la música o en la poesía también pasa eso, una suerte de lucha y de riesgo. En el caso de la literatura, por ejemplo, hay como un cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Hay una lucha con el lenguaje, un intento por encontrar lo que sería la propia voz, el modo singular de decir algo. Hay un discurso de Leonard Cohen, cuando recibe un premio de poesía, en el que dice: “la lectura de los poemas de García Lorca me permitió encontrar mi propia voz”. Hay una búsqueda, y no importa tanto si después se encuentra o no esa voz. Lo importante es la búsqueda. Lo mismo en la pintura. El amarillo de Van Gogh: se le ha ido la vida persiguiendo ese amarillo que, al final, lo va a volver loco. Los riesgos son extremos en un punto, pero de eso se trata. Existe esa famosa pregunta de Kant, ¿qué significa orientarse en el pensamiento? A mi juicio, hay como tres momentos. Primero, cuando firmamos ese pacto fáustico y le damos la mano al Padre para que nos lleve y nos muestre un camino posible. Un segundo momento, el momento del parricidio, cuando matamos al Padre y nos desorientamos. Luego habría, creo yo, un tercer momento, cuando volvemos a orientarnos pero ahora hablando en nombre propio. Desde luego que no se piensa en la soledad, el pensamiento es siempre un diálogo, y el nombre propio es siempre un colectivo. Un colectivo y un pueblo: antes de que pueda decir yo, siempre hay un pueblo que ha permitido que el yo exista y que pueda autonombrarse. Siempre es un otro el que dice “yo” en mí. La voz nos muestra que no estamos cerrados, que no somos individuos autónomos. Estamos abiertos en una relación inevitable: la voz es aire que ingresa en nosotros. Cada vez que inspiramos es el mundo el que penetra en nuestras profundidades y, cuando surge, produce a veces un sentido, se transforma en palabras. Es como una escultura del aire, hablar es esculpir el aire. El momento parricida implica un paso de irreverencia que es importante que suceda. Al menos a mí, que doy clases de filosofía, me parece importante fomentar ese espíritu irreverente. Ese riesgo de equivocarse, de decir una estupidez. Considero mucho más valioso y potente el error de un filósofo que la meticulosidad de un especialista. Lejos. Ese riesgo custodia lo que es el espíritu mismo de la filosofía y del pensamiento. [1] Se refiere al personaje del Extranjero en el Sofista, el diálogo de Platón. Allí, para dar lugar al pensamiento, es necesario en un momento dado ir en contra de Parménides, contradecir al gran Padre de la filosofía. Se introduce, entonces, la figura del parricidio.
- Señales de vida / Vicente Zito Lema
Agosto 2020 Cuando cada criatura humana ese momento íntimo y absoluto de la vida Bajo los cielos de buena voluntad Sobre la tierra de vientos sin malicia (Urbi et Orbi, dicho en lengua antigua de misa) Sea dueña / Tenga amoroso uso en armonía De la riqueza del mundo La material y la simbólica (No se olvide que el pan y el vino son el cuerpo de Dios / su lágrima de oro) Ese día Ninguna peste que lleva la desgracia sin clemencia de aquí para allá… sin ton ni son… como un susurro no, como un chirrido… Sea blanca, sea negra, sea amarilla hasta el hartazgo De barro o de arena / de agua y de sed Del este nevoso o del oeste que quema Casi brasa en los ojos Del ayer o del hoy / con luna de lluvia Con luna llena o con soles marchitos Ese día / Esa peste Que despierta los fantasmas Que agita los miedos Y seca las almas (Tengo presagios / hay señales de vida…) Quedará atrás / caerá por las alcantarillas / Por el abismo del sin fin…
- No entiendo / Verónica Scardamaglia
“Cuánto de esa pretensión por “entender” nos conmina a la violencia de tener que abandonar una lengua para que se entienda lo que ya se entiende, a hablar una lengua que castiga cualquier excepción o desvío que no consienta el estándar de lo mayoritario, llámese clase, racismo, heteronormatividad, binarismo de género, estándar corporal, etc.” val flores fanzine “Desmontar la lengua del mandato. Criar la lengua del desacato” (2014) Santiago de chile CUDS Colectivo Utópico de Disidencia Sexual ¿Qué significa no entender cuando de lecturas, de pedagogías, de clínicas se trata? Escribir, leer, hacer clínica, trabajar en pedagogía, vivir implica juegos de desacople de tiempos, de invención de encuentros y de recorridos posibles en un mundo que arma condiciones ideales para que se desplieguen enfrentamientos, discusiones, ataques y devastación de lo vivo. Cada tanto, entre estas regularidades, irrumpen saltos que invitan a revueltas, insurgencias en tanto destiempos que cuando llegan, llegan a tiempo. Así también al producir intervenciones, inventar conceptos, confabular mundos posibles conviene desmalezar los automatismos del sentido común, automatismos psi, automatismos de clase, de raza, adultocéntricos, heteronormativos, egoheroicos. Y, quizás, además de preguntarnos cómo nombrar, también nos interpele el movimiento de pensar ¿cómo volver a decir lo ya dicho? Mientras redondeo esto me avisan que se acaba de difundir la confirmación oficial, a partir del trabajo del Equipo de Antropología Forense, de que los restos encontrados hace días corresponden a Facundo. Otra vez. Me detengo. Otra vez. Y pienso: las regularidades producidas por maniobras policiales, institucionales, estatales, mediáticas, judiciales llevan el nombre de estrategias y no de coincidencias ni de casualidades. Repeticiones diseñadas por las maquinarias burocráticas al servicio de los poderes de turno. Una gramática institucional que se reitera. Muchas veces la fuerza de la rabia, la digna, logra torcer modos hasta hacer aparecer lo desaparecido. ¿Cómo volver a decir lo ya dicho? ¿Cómo no dejarse canalizar por la rabia? En el desafío cotidiano de politizar las formas de vivir y de nombrar, la madre de Facundo y muchas madres se encuentran paridas por estos dolores. Renacen y se reinventan desde el dolor y la desesperación. No queda más que crear, dice Deleuze en la R de resistencia. Pienso, la invención no se lleva con las derechas, ahí está el marketing que se comió la palabra creatividad. Dolor, desesperación y lucha, muchas veces logran canalizar intuiciones y desmantelar al YO. Logran inventar enunciados provisorios para seguir viviendo en tanto que criterios y señales que recuerdan una inclinación, y eso enseña a la hora de trabajar en clínica, en pedagogía. Enseña para vivir. Delicadeza con las maneras de nombrar implica delicadeza en el trabajo clínico, en el trabajo pedagógico. En la amistad, en los amores, en el vivir. En las maneras de escribir, de leer. Precauciones ante interpretaciones, atribuciones fijas y clasificaciones, delicadeza para alojar el dolor y acunar con palabras eso que cuesta nombrarse. ¿Cómo nombrar lo que las hablas del capital desprecian? No se trata sólo de cómo nombrar lo vivo, sino de cómo hacer lugar a lo desalojado. Leemos en “Sensibilidades en tiempos de hablas del capital” (M. Percia, 2020): “Insinuaciones Discutir cómo nombrar la vida no alcanza para liberar lo vivo de las celdas en las que se conserva embalsamado; sin embargo, otros modos de vivir reclaman otras formas de nombrar. Intentar nombrar de otra manera no significa solo nombrar otra vez, también quiere decir volver a sentir en los bordes de lo ya nombrado.” Disciplinamientos académicos e ideológicos y sentido común necesitan de definiciones, sentencias e identidades y no se llevan con proliferaciones, mutaciones, vacilaciones, balbuceos. Para soportarlo e intentar pensar de otro modo, algunas teorías han inventado el principio de multiplicidad: entradas posibles portadoras de conexiones diversas que crecen de manera horizontal. Una vida que adolece queda anudada a la anorexia. También puede tocar esa vida la lucha contra la matanza de animales para alimentación humana y la maestría en el dibujo y la sensibilidad con quienes sufren y las vacilaciones en torno a la sexualidad y al amor y a las dificultades de relación con vidas más endurecidas y puede tratarse de uno de los mejores promedios del curso y... evitar que la anorexia se trague todo. Se puede intentar poner a trabajar la Y como función emancipadora. Rizoma, madriguera: refugio, trinchera. Jengibre. Atentan contra interpretaciones teleológicas, causales, enraizadas que encorsetan vidas en un casillero, en un diagnóstico, en una identidad, en un género, en una disciplina. Sólo en una o en partecitas de varias que también componen lo uno. Escribe val flores en un Fanzine: “Demasiado intelectual para el activismo, demasiado activista para la academia, demasiado feminista para la poesía, demasiado radical para la pedagogía, demasiado política para ser maestra, demasiado disidente para la política de identidad, demasiado tortillera para ser maestra, demasiado maestra para la jerarquía del saber, demasiado tímida para la oratoria política, demasiado provinciana para la capital, demasiado prosexo para un feminismo que aún teme hablar de sexo, demasiado teórica para ser trabajadora.” Escrituras que susurran cuidado con los reduccionismos heteronormativos, familiaristas, psicopatologizantes, patriarcales, expulsivos. Leemos otro pasaje de Sensibilidades: “Astillas Asistimos a percepciones abigarradas, mediadas, instruidas, interferidas. Escribe Artaud (1938): ‘¿Y para qué los ojos cuando todavía falta inventar lo que hay que mirar?’. Falta inventar lo que hay que mirar; pero también falta autorizar, valorar, aprender a nombrar lo que permanece desestimado en las miradas disciplinadas por el sentido común. Insurgencias se refriegan los ojos.” ¿Cómo no traicionar lo viviente, lo mutante? ¿Cómo no traicionar lo que vibra? ¿Cómo nombrar sin pisar las arenas movedizas que nos hacen hablar en lenguas del capital? ¿Cómo discutir esas ideas que funcionan como autoridad y lanzan interpretaciones que arrasan vidas? Quizás, aprendiendo de la literatura menor, se pueda ejercer una clínica menor en tanto que variación intensiva capaz de transformar lo mayoritario. Juan Carlos De Brasi advertía que representar implicaba “masticar diferencias”. Afirmaba que “lo que pasa desborda el decir”. Piglia, en referencia a Kafka, planteaba que “la metáfora en tanto imagen representativa, deja lugar a la metamorfosis, intensidad liberada que transforma”. Tal vez, en la insistencia de acercarnos de otro modo a clínicas, pedagogías, lecturas, escrituras podamos ver, aún con los ojos irritados por tanto refregarlos, que se pueden arrojar palabras como piedras ante el ojo del gigante. Esto no es un poema. Susana Thénon Los rostros son los mismos, los cuerpos son los mismos, las palabras huelen a viejo, las ideas a cadáver antiguo. Esto no es un poema: es un grito de rabia, rabia por los ojos huecos, por las palabras torpes que digo y que me dicen, por inclinar la cabeza ante ratones, ante cerebros llenos de orín, ante muertos persistentes que obstruyeron el jardín del aire. Esto no es un poema: es un puntapié universal, un golpe en el estómago del cielo, una enorme náusea roja cómo era la sangre antes de ser agua.
- Post Guardia V / Débora Chevnick
Tierra de diagnósticos, de clasificaciones, de criterios, de ordenamientos y protocolos. Incluso en eso que llaman el “campo de la salud mental”. Ay! Los hospitales. Tierra de servicios, divisiones, departamentos, con sus jefes de esto y sus jefes de aquello otro, y lxs de planta y lxs residentes, y lxs concurrentes. Geografías de variadas alturas. Categorizaciones para las enfermedades, para las jerarquías. Parece que clasificando se entiende la gente. Se clasifica lo inclasificable. Y se descalifica a unxs que nunca califican. Esxs, ni clasifican para la final de un torneo ni mucho menos para algún final de análisis. Tierras habitadas por (d)evaluaciones, (d)evaluadorxs y (d)evaluadxs. Tierras habladas por un dialecto de hablas claras y precisas. Poca contradicción y ambigüedad, para ese género literario que son los informes, y ese otro, el de las historias clínicas. Tierras lisas sin polvareda, sin ripio. Y una nube clara, repleta de signos inteligibles. Un cielo transparente donde mirar y encontrar soluciones. Sin planteo de problemas, sin bruma. Cada tanto, eso sí, los días de suerte, aparece algún abrumadx. Traen a N. Que a los 9, y a los 13, y a los 10, y también con 14, y a los 16, supo de las calles; por dormirlas, por inhalarlas. Con sabiduría cimarrona y ya sin edad, llega, una vez más, al hospital. Y con informes, y con oficios judiciales, y con (d)evaluaciones de desarrollo social, y con un plan de medicación psicofarmacológica equivalente a planes para noquear a cuatro. La distribución, como siempre, injusta. Hasta un nombre lo espera en el hospital, “caso social” le dicen. Nos piden una (d)evaluación interdisciplinaria de salud para informar al juez, para que se diga “qué es lo mejor para él y cuál es el mejor lugar para que viva”. Con ternura cruel vamos a conversar pero N. se levanta, camina. Habla caminando. En los informes, “inquietud psicomotriz”. No decimos “nuestro hablar sentado, y quieto es efecto de un disciplinamiento desde nuestra más tierna infancia”. No, eso no. Entre ojos achinados y un boleo notable se asoman pocas palabras. N. recuerda un día que el Duki fue al hospital. “Subí la foto que me saqué con él al feibu. La tengo todavía”. Sigue caminando, se acuesta, se duerme. Hasta que no sepamos mezclar nuestras lenguas: Nico, Joni, Bren, Lu, Marquitos, y tantxs más… perdónennos.
- Post Guardia IV / Débora Chevnik
Le dicen que si necesita ayuda vaya a un hospital. Necesita ayuda. Y va a la guardia de un hospital de "emergencias psiquiátricas" (así se llama para la lengua sanitaria). Allí, dice que se quiere internar. Le dicen que "no tiene criterio de internación" (una especie de mantra emanado de una "evaluación clínica" que indica lo que deciden lxs profesionales, coincida o no con lo que dicesientepiensalepasa al usuarix-ciudadano. "Paciente", le dicen. Este mantra es la música funcional de moda en los hospitales en estos tiempos; es cantinela sanitaria; es anestesia vivida como pensamiento clínico). Le dicen que "no tiene criterio de internación" y el pibe sale de la guardia, solo, igual que como llegó. Sube al tren y de regreso a ningún lado se toma la medicación psicofarmacológica que le dieron, ahí, donde no lo internaron. Decide cambiar el rumbo y va hacia otro hospital. Llega a la guardia y cuenta que se tomó...ya no sabe cuántos comprimidos. No le creen. "Porque ya lo conocemos y siempre dice esas cosas" (en la lengua del am(b)o, ese es uno de los modos en que funciona el sabelotodismo). Cuando su respiración empieza a espaciarse, a detenerse, ahí...ahí sí le creen. Para este momento de la historia, cuando el aire ya casi no entra, lo llevan a terapia intensiva. A los dos días está recuperado de los efectos de la "sobreingesta medicamentosa con ideación suicida" (así completa la historia clínica el casillero de "motivo de internación". Todo lo demás no cuenta en la "historia clínica"). Lxs profesionales le dicen que no se puede internar en ese hospital y lo "derivan" a...a dónde? Lo derivan al mismo hospital donde le habían dicho que "no tenía criterio de internación". Al despedirlo, una profesional de carrera hospitalaria, revestida de uniforme blanco, abre la boca. Salen las palabras de la lengua de conquistas cientifico-sanitarias, palabras lava-culpas. Ese uniforme logueado de gremio anti laburante, se dirige al pibe que rebota entre hospitales. Abre su bo(c)a constrictora y enrolla unas palabras de fake ternura. Lo despide con un emotivo: "bueno bueno, a vivir contento y feliz y basta de tantos hospitales". Imagen: Carlos Alonso.
- Argumentos de la fiebre. Esquirlas del miedo. 2º entrega / Marcelo Percia
abril 2020 Se llama esquirlas a las astillas desprendidas de un cristal, de una piedra, de un metal, de la vida común detonada. Estos tiempos necesitan argumentaciones que ayuden a entender e interpretar lo que está pasando, recomendaciones que ayuden a actuar, cercanías y confianzas que ayuden a estar, decisiones de gobiernos que cuiden. También necesitan pensamientos espasmódicos, contracciones de ideas que duelen, argumentos inacabados de conversaciones por venir. Los fragmentos que siguen intentan esto último. Un virus que mata logra, por el momento, parar un mundo que marcha hacia el desastre. Logra lo que hasta ahora nada pudo: frenar la desidia de un modelo económico cruel y violento, que extrema las desigualdades y que está destruyendo el planeta. De repente, se amanece con deseos de semilla. Semilla no como plan concentrado, sino como impulso hacia lo no sabido ni imaginado. Una sola letra distingue estar cercanos de estar cercados. Una sola letra distingue sueños de dueños. Entre el sentido común y el sentido de lo común flotan galaxias. No se sabe, no se puede imaginar, cómo sigue la vida después del virus. Pero, sí se sabe que no se quiere morir así: sin un beso, sin una caricia, sin el último abrazo. Sin el común dolor de cercanías que se despiden para siempre. Escrutando, en el abismo de estos días, no se hayan reflejos de una figura propia, personal, identificable; se entrevén tramas de sensibilidades que tiemblan, se atraen, se despedazan, en las aguas borrosas de la historia. Si no se puede otra cosa, la sesión clínica por teléfono sin imagen ayuda a sumergirse en la voz. A entregarse a una llamada, a una palabra, a tonos que se apagan y a cadencias que sorprenden. Un momento de análisis puede acontecer en cualquier parte si se encuentra con una disponibilidad que escucha en estado de demora. Que asiste al vértigo de un silencio que solicita una señal de presencia, para no caer. El problema no reside en la sociedad de control y vigilancia ni en las clases virtuales. El problema, aquí y ahora, consiste en el hambre, en la brutalidad policial, en los muchachos a los que “les tocó la hora de ganar menos”. Hablas del capital tambalean desquiciadas. Naciones poderosas luchan entre sí para acaparar barbijos y respiradores. Francia acusa a Estados Unidos de comprar en aeropuertos chinos (al contado y a un precio cuatro veces superior) tapabocas destinadas a Europa. Estadounidenses se protegen de las consecuencias del virus. Autorizan a funcionar tiendas de alimentos, de medicinas, de armas. Aumenta la venta de rifles, pistolas, municiones y cuchillos. Normalidades niegan, disfrazan, desestiman, cualquier cosa que las desestabilice. Postulan que sigamos con la vida normal desde nuestras casas: que trabajemos, estudiemos, cumplamos años, hagamos el amor, nos analicemos, asistamos a un recital, estando en línea. Nos encontramos ante la inesperada oportunidad de no seguir una vida normal, de no actuar como si no estuviera pasando nada. Nos encontramos ante la oportunidad de no normalizar el sinsentido de correr hacia ninguna parte. De no encubrir la visión de la desigualdad, de la concentración de riquezas, de la destrucción del planeta, de las violencias y crueldades, de las guerras coloniales y financieras. Estamos ante la oportunidad de una común demora, de una común detención, de una común angustia. De una común convicción de que “Esta normalidad no va más”. Aunque no propongamos ninguna otra. Cerrar el día, entrar en la noche, amanecer otra vez, andar en un círculo cerrado: sucedía así antes, pero colosales distracciones ayudaban a olvidarlo. En tiempos de tormentas, catástrofes, epidemias, urgen conducciones. Pero, no como el descollante papel que asume un liderazgo fuerte, sino como diferentes posiciones por las que pasan sensibilidades que, en momentáneos entramados, pueden conducir fuerzas del común cuidado. La cuarentena reduce lo aleatorio. La ciudad como reserva de imprevistos deseados. No crecen los infectados. No se trata de infectados, sino de vidas que padecen una infección. No expresa lo mismo si se dice invadidos, corrompidos, emponzoñados, que si se dice receptividades afectadas. No expresa lo mismo si se dice contaminados, que si se dice inocencias afiebradas que temen contagiar, que se ahogan, que pueden morir. Resistir lenguajes de la crueldad, tecnicismos que anestesian dramatizando, la vida y la muerte traducida en gráficos estadísticos. Si se percibe lo que está pasando, cuesta no enfermar de miedo. El miedo enferma cuando calla, niega, rebasa. Cuando se complace de sí. Cuando desespera y no se cuida. Cuando adhiere a todos los desastres. Cuando solo piensa con miedo. Cuando no ríe entre cercanías que se gustan. Se extrañan barullos de voces superpuestas. Algarabías que se aproximan con ganas. Encuentros súbitos. Seducciones de una sola mirada. Roces accidentales. Sudores que se mezclan. Alientos que no dañan. Temores habituales. Sin contar otras cosas que ya se están sabiendo. Las etiquetas yo me quedo en casa y nos cuidamos entre todos comienzan a servir como argumentos de venta y autopistas de consumo para muchas empresas. El mercado de los cuidados aprovecha al yo y al entre todos. El común cuidado necesita inventar una lengua que las hablas del capital no puedan absorber. Cuidar a quienes cuidan con barbijos, guantes, trajes, alcoholes, salarios. También con demoras en las que cada cual pueda contar qué le está pasando. Sin negaciones ni temeridades. Sin pánicos ni alarmismos. En confianzas que socializan astucias que ayudan a seguir viviendo. El sentido común quiere que esto termine pronto y se adapta para seguir sin detenerse a pensar el mundo. Negaciones engendran fanatismos. La común curiosidad decide demorarse en lo que está pasando, aun sin saber cómo alojar lo que se siente. Ese común no saber abraza soledades. Hoy la medicina está pasando por un momento transitorio de poco saber. Como estamos siempre quienes asistimos aflicciones de la vida en común. Poco saber no equivale a saber poco, alude a lo ilimitado, inalcanzable, inconcebible del saber clínico. Estar en posición de poco saber previene omnipotencias, soberbias, individualismos profesionales. En algún momento estas preguntas pasan por la cabeza: ¿Estoy viviendo los últimos días? ¿Los astronautas me van a sacar de mi casa? ¿Saldremos de esto? A veces, la cabeza no dice nada, duele callada. Cuando la memoria de los besos se borre, el deseo de lo común carecerá de sentido. Alejandro Kaufman piensa que para el capitalismo las vidas que hablan cuentan lo mismo que para el póker las voluntades que juegan. Al póker no le interesa quienes participan de la partida, le da igual quién gana o quién pierde. De la mesa del capitalismo nadie se puede retirar. La cuestión más difícil no reside en las incertidumbres por venir, sino en soltar las certezas del hasta ahora. El gobierno de México emite una Guía Bioética de Asignación de Recursos de Medicina Crítica. Da este ejemplo. Hay dos pacientes: A tiene 80 años y B tiene 20 años. Se dispone de un solo respirador. A puede vivir 7 años más, mientras B 65 años más. El respirador corresponde a B. Se presenta la condena como cálculo racional, la indolencia como asignación de recursos, el consentimiento con la crueldad como razón de fuerza mayor. No se concibe ni se imagina la posibilidad de una común decisión amorosa y solidaria entre sensibilidades que padecen. Desamparos tutelados por el pánico, en la desesperación, se envalentonan levantando banderas fanáticas. Fanatismos de la prevención señalan, desprecian, estigmatizan. Se vive un presente pleno que cierra sus fronteras amenazas. Los días pasan sin que pase nada. Se asiste a la inminencia de que está por venir lo peor. ¿Cómo preparar el común cuidado para ese momento? Cuidar a quienes cuidan. A quienes se disponen a acompañar duelos sin despedidas. Sensibilidades que tienen casa, agua y jabón, alimentos, algún dinero, amorosas distancias conectadas, tiempo para ver películas, leer un libro, remover la tierra de una maceta, rescatar una foto vieja, se declaran privilegiadas. El privilegio de transcurrir las horas sin premuras. Tras años de atener consultas de las aflicciones del vivir, sensibilidades que se entregan a cuidadosas demoras, aprenden a visitar casi todas las afecciones, incluso las de la felicidad. La negación protege inmovilizando lo negado. Hablar todo el tiempo del virus cansa, aburre, fastidia. La tácita presencia del miedo, el modo callado de saberlo, las formas amables de distraerlo, se presentan como tretas de una común evasión que reconforta. La disyuntiva no se presenta entre salud y economía, sino entre la mera vida y el común vivir. Cuesta contar con el tapabocas puesto cómo nos estamos sintiendo, si dormimos o no, si tenemos miedo, o si nos pasa algo que no sabemos explicar. No está de más decirlo otra vez: uno de los mayores riesgos después del virus y del desamparo, reside en ahogarse en el auto padecimiento. Vivimos tiempos en los que urge estar aunque no se sepa cómo. Imagen: Gisela Candas
- Esquirlas del miedo. 1º entrega / Marcelo Percia
abril 2020 Prudencias contienen miedos. Cuidados salvan vidas. Cuando urge lo común, afectuosas distancias entre cercanías conjuran hostilidades que estallan en la confusión. Fragilidades que confían en otras fragilidades se dan a la palabra. En momentos de pánicos y desamparos, hospitalidades (que se necesitan) apelan al pronombre de la primera persona del plural. Hostilidades (que acaparan) se amurallan en el yo. Entre hospitalidades y hostilidades, se sabe, hay un pequeño paso. Voluntades que sentían derechos, protecciones, seguridades, en la comunidad del Capital; se dan cuenta que, en un segundo, pierden todo. No se trata de histerias ni de psicosis colectivas, sino de difusas percepciones de que la vida en común salva vidas o las destruye. Pestes actúan como lentes de aumento. Si de golpe, se desvanecieran los hábitos que hacen creer que el bienestar pasa por el reconocimiento, por la acumulación, por el consumo, por el rendimiento; no se sabría cómo ni para qué vivir. Tal vez, en ese desconcierto, sin cómo ni para qué, hallaría su morada el porvenir. La misma voz latina cogitare dice, a la vez, las acciones de pensar y cuidar. A veces, de una sola palabra pende la vida. En las cumbres del miedo, se comienza a imaginar lo peor como último alivio. Rituales que sostienen la vida, no alcanzan en tiempos de pestes. La paradoja de una cuarentena consiste en que hay que tratar de salir del encierro: el del ensimismamiento. Tal vez el más difícil. El capitalismo está destruyendo la vida; entonces, la vida se defiende del capitalismo autodestruyéndose. Hace mucho que la literatura y el cine cuentan esta historia. La vida en común no está amenazada por el miedo, sino por la desigualdad. Desigualdades abonan miedos para ocultar privilegios que lastiman. El Capital desprecia la vida que, sin embargo, necesita. A veces, el miedo deviene pánico; otras, visión herida de lo inadmisible. De pronto, nos damos cuenta de que la salud consiste en el olvido transitorio de un continuo estado de vulnerabilidad. Distancias decididas en común no merecen llamarse aislamientos. Aislamientos compartimentan soledades privándolas del don de la proximidad. Distancias que cuidan suspenden contactos, pero no cercanías. La acción constante de lavarse las manos, recuerda que la expresión lavarse las manos significa desentenderse de una responsabilidad. Cuidar la vida, supone todavía algo más difícil: la común decisión de cambiar lo que la está dañando. La inminencia devora el presente. Lo devora incluso alargándolo. A veces, solo alivia el olvido. Abundan retóricas ensañadas y belicosas. Figuras que sostienen que el virus actúa por venganza o que estamos en guerra o que se trata de un enemigo invisible. Se sospechan malicias peligrosas en cada corporeidad portadora. Miedos al contagio detonan violencias. La mujer tose en un colectivo. Hacen la denuncia. Se activa el protocolo. Detienen el vehículo. Suben médicos con trajes de protección. La mujer está asustada. Se resiste. Forcejean. Una voz pide que la esposen, que se la lleven. Lazos sociales tienden sogas que salvan, que ahogan, que atan. Redes virtuales conectan, sostienen, atrapan. Lazos y redes demandan fidelidad. El común cuidado no enlaza, no enreda, no demanda: solo está ahí, como disponibilidad que se hace presente cada vez que se la necesita. Cuidados no infunden miedo. No agitan amenazas. No ejecutan castigos. No se molestan con la dificultad. Cuidados alojan terrores e indiferencias desvalidas. Mientras controles alertan y diseminan amenazas, cuidados prodigan descansos. No dice lo mismo encierro que refugio, reclusión que repliegue, estado protector que estado represor. No se trata de sinonimias ni de eufemismos, está en juego decidir cómo se quiere habitar la vida. El riesgo consiste en que la desesperada necesidad de protección inmunológica derive en ataques contra otras existencias consideradas peligrosas Diversas aplicaciones en un celular pueden advertir que estamos cerca de una corporeidad infectada, de una persistente tristeza, de un rencor macerado, del deseo de cambiar la vida. Dicen que solo el control social detiene contagios, que solo la vigilancia evita contaminaciones masivas. El común cuidado de cercanías que deciden protegerse con amorosas distancias, ¿puede gravitar más que vigilancias y controles? Hablas del capital no se cansan de repetir que el virus iguala. Pero ni bien se distraen muestran una lista con glamur de infectados célebres: un actor y su esposa, un primer ministro, un ex juez, un jugador de fútbol, un tenor, un escritor, un príncipe, un productor hollywoodense preso. El trágico infortunio de contagiar por proximidad, amplifica una vicisitud -siempre inminente- en cualquier circunstancia de la vida en común: cercanías, incluso las que se aman, pueden dañarse sin querer y sin saber. Al daño que sí sabe que está dañando se lo llama crueldad, odio, insensibilidad, blindaje de la cercanía. Tal vez, capitalismo. En la ciudad en cuarentena, se escuchan voces que dicen: “Sin casas, sin agua, sin dineros. Inhalando miserias. Ahora, pueden ver cómo estamos viviendo”. El gobierno peruano declara a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional exentas de responsabilidad penal cuando “causen lesiones o muerte” reprimiendo en las calles el no cumplimiento del “confinamiento”. La expresión latina amor fati se traduce como aprender a amar lo que acontece. Pero amar lo que acontece no equivale a resignarse al destino. Resignaciones actúan como omnipotencias fatalistas. No se trata de acatar lo que ocurre, ni de desearlo, ni de encantar la desgracia. Tampoco entregarse al refrán que sugiere: “No hay mal que por bien no venga”. A veces, las cosas solo vienen, pero otras hay que salir a buscarlas. Se trata de valerse del impulso de lo que está sucediendo, precipitar la decisión de hacer algo con lo que acontece. Intensificar, en lo que pasa, aquello que abre porvenires. Pero, las fórmulas no importan. La fuerza del intento reside en que no siempre sabe hacia dónde ni qué. El secreto no reside en saberse diferente, sino en saber lo diferente, el sentido inagotable de lo que difiere. Intimidades precipitan, también, lo peor. A veces, donde se esperan cariños advienen violencias, donde se esperan caricias advienen golpes, donde se esperan contenciones advienen ahogos. Impotencias propietarias pueden matar. Diferentes pestes arrasan la vida en común. Una, la enfermedad del miedo. Otra, la enfermedad de la indiferencia. Pero, también, la de la propiedad, la del resentimiento, la de la culpa, la de la ambición, la del sí mismo. Además de otras que la enfermedad del olvido, a su manera, remedia. Cuidados se entienden más con respetos que con miedos. Miedos demandan seguridad, control, previsibilidad. Actúan como propietarios que se creen dueños de la salud. Respetos saben que no tienen potestad sobre nada. Agradecen residencias pasajeras en la vida. Ocurrencias que dan risa se balancean como boyas que flotan en superficies angustiadas. El común reír -no la burla ni la ironía que lastima- ayuda a respirar. Imagen: Gisela Candas
- Un común sentir. Esquirlas del miedo. 3º entrega / Marcelo Percia
Mayo 2020 Estos tiempos incitan a imaginar otros modos de lo común. En la expresión “el sentido común” el adjetivo común indica que se trata de algo que pertenece y aúna a la mayoría normalizada. Mientras que en el sintagma “un común sentir”, el infinitivo adviene sujeto intervenido por un común que no totaliza ni permanece. Se vive en el terror cuando se siente que un dolor no tiene límites. Cuando no se puede prever su final. Cuando no hay afuera de lo que aflige y amenaza. Cuando no se cuenta con suavidades que, con la sola convicción del deseo, digan: “Esto pasará, si no pasa hoy, pasará mañana”. Solidaridad no se reduce a retóricas altruistas: de la filantropía, de la caridad, de la beneficencia, de las morales sacrificiales, de las buenas conciencias. Conviene reservar la palabra solidaridad para nombrar una común alegría de dar la cercanía. En el ascensor de una casa de departamentos, en un barrio de la ciudad, colocan un cartel que dice: “Si sos médico, enfermero, farmacéutico o te dedicas a la salud, ¡Andate del edificio porque nos vas a contagiar a todos, hdp! Tus vecinos”. De pronto, la cualidad de la vecindad, de la cercanía, de la proximidad, se vuelve peligrosa enemistad. Individualismos urbanos incuban secretas violencias comunitarias que, además de vigilar, delatar, husmear, pueden -bajo la forma de tumultos anónimos- amenazar, dañar, expulsar, golpear, matar. Queda llorar cuando duele la vida, cuando entristecen las distancias, cuando lastiman las proximidades, cuando se está ante lo irremediable, cuando no hay a quién llamar, cuando no se puede otra cosa. La expresión mano dura aproxima medicinas con policías. Una mano dura sanitaria corre el riesgo de olvidar suavidades y firmezas de hospitalidades que cuidan. Ante el riesgo de muerte, entre el Estado y el Mercado, preferible confiar en el Estado. Una autoridad pública responsable que decida, que contenga, que informe, que frene poderes crueles y suicidas. Pero, ante los límites del Estado, se necesita habitar un común proteger, un común cuidar, un común escuchar. Políticas de cercanías que los Estados no pueden, no saben y que, a veces, temen. La preferencia se presenta como condición débil y restrictiva de la decisión. Se opta por la preferencia cuando solo queda elegir entre alternativas dadas, sin posibilidad ni tiempo de suscitar otros escenarios. La idea de bien común calcula conveniencias. Instala una representación y autoriza voces que hablan en su nombre. Poderes dicen qué hace bien y qué hace mal para el conjunto, la totalidad, la mayoría. Amparan y persuaden fragilidades que se entregan subyugadas al poder. Que rehúyen conflictividades del estar cerca. Pero no hay EL bien común. No se puede pretender lo común como uno solo. Se trata de bienestares y malestares desparramados, dispersiones de intereses y afectividades. Un común bienestar se presenta como pregunta insidiosa sobre qué beneficia y perjudica a la no totalidad comunitaria. Lo común no se ajusta ni se acomoda en conjuntos cerrados. No se impone como unidad coercitiva. Lo común transcurre en franjas de afectaciones que, muchas veces, no se tocan. Paralelismos de bienestares y malestares que, cada tanto, colisionan. Choques negados o, a veces, admitidos como anomalías, excepciones, escándalos, noticias de color. La vida como presión de productividad resume una exigencia que embelesa a las hablas del capital. Increíble el consejo psicológico que recomienda aplicar ese patrón de rendimiento en las obligadas estadías en las casas. Para quienes las tienen, claro. “Todo está muy raro”. Rarezas nombran desconciertos, extrañezas, suspensiones de lo conocido. Las rutinas están dislocadas. Las palabras están fatigadas. Una común perplejidad solicita ternuras que piensen sin premuras. Sin la compulsión de volver a la normalidad. Paranoias tienen un enemigo del que protegerse. Depresiones se abrazan a lo perdido. Pero cuando no se sabe por dónde viene el ataque ni qué se va a perder, se cae en la incertidumbre. Incertidumbres y angustias hablan una misma lengua intraducible. Grupos racistas, neonazis, supremacistas amenazan con salir a propagar el virus entre la comunidad judía de Nueva York. Acciones de contagio como armas de exterminio sobrevuelan como verosímiles de una civilización habituada, en situaciones de pánico, a protegerse seleccionando vidas. Se respiran peligros: no se sabe si sí o si no, ni dónde ni hasta cuándo, que no te beso, ni te abrazo, ni me acerco, que si estuve o no estuve, que si toqué o no toqué, que si me despido o espero. La inminencia no cesa. La indeterminación no da descanso. La declaración “Hoy no hice nada” se escucha como confesión de un delito o una falta de iniciativa, de voluntad, de creatividad. El sentido común confunde tiempos de perplejidad, con desgano o depresión. Un día sin logros ni resultados se sentencia como perdido. “Cuando esto pase, te voy a abrazar”. Solo una frase alcanza para alojar lo venidero. En películas del fin del mundo, se ven multitudes desesperadas dispuestas a cualquier cosa para no morir. Poderes que disciplinan y castigan no alcanzan, incluso muchas veces no sirven. Además de gobernar, se necesita encantar lo común: un deseo de cercanías que dan el dar. A la jefa de la terapia intensiva del hospital Vera Barros de la ciudad de La Rioja, el test de coronavirus le da positivo. Incendian su auto, dejan sobre el parabrisas un cartel que dice: “Ratas infestadas. Váyanse”. Aunque cueste decirlo, una común violencia resquebraja utopías e idealizaciones de la vida en común. No somos seres biológicos ni seres matemáticos, acontecemos como sensibilidades que se tocan, se huelen, se respiran, mientras encantamos o destruimos la vida con palabras. Una cosa vidas que tienen donde ir y se protegen en un común estar. Otra, hacinamientos que amontonan y apilan vidas menospreciadas. Una cosa quedarse en casa, otra en manicomios y cárceles. Instituciones que encierran ejecutan muertes encubiertas. Ahora que el sentido común choca y se escandaliza con los horrores de los encierros, duele más no haber terminado todavía con los manicomios. Ni con el sentido común. El virus no iguala, ahonda desigualdades. El 2 de mayo La Garganta Poderosa publica este tuit: “Murió por coronavirus una vecina de la Villa 31. No murió, ¡la mataron de abandono!”. La mujer de 84 años, madre de la primera joven que enferma en la villa, compartía en baño con once personas. Cuando se ven los mapas llenos de puntitos rojos, se piensa: “No hay a dónde ir”. No hay protección por fuera de un común cuidar. La pregunta: “Alguna novedad” revela, en estos días, un lado incómodo: la obligación de tener algo que contar por encima de los números que reportan muertes y contagios. De golpe, sentimos angustias no solo personales y comunitarias, también sentimos aflicciones de todas las existencias que respiran, de las que no se ven, de las que se comen y se corrompen. Sentimos aflicciones de la tierra, del agua, del aire. Sentimos la común angustia de lo vivo. Racionalidades epidemiológicas vaticinan que tras el virus (sin contar la mala suerte) sobrevivirán las criaturas más aisladas, más fuertes, más sanas, más jóvenes, más ricas. Esos destinos estadísticos no tienen en cuenta amores y cercanías, ni siquiera como albures inmunitarios. Las palabras están más indecisas que nunca. Cada tanto un pensamiento tropieza con una idea, entonces caen montones de preguntas. La destrucción del hábitat de vivientes que no hablan y la crianza de esas vidas cautivas, hacinadas, deprimidas, mal alimentadas, tratadas con químicos; favorecen mutaciones de virus que luego pasan a arrogancias hablantes, cada vez más indefensas. La vida no depende de sistemas inmunológicos personales, sino de necesarios equilibrios entre ecosistemas de todas las existencias que alberga la Tierra. Cada muerte por el virus ocurre como deceso individual, pero recuerda que se está extinguiendo la común corporeidad. Asistimos a frustradas explicaciones que comienzan diciendo “siento que…”. Sentimientos que no se terminan de decir, que no se saben decir, que se está viviendo sin que se puedan saber. Sentimientos a la deriva que pasan de una cosa a otra, sin poder reconocerse en los fragmentos desacoplados de las normalidades rotas. Así, las angustias. Imagen: Gisela Candas
Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.